Entre el cosmos y el caos
Abrir la prensa diaria, encender la radio o la televisión y, en fin, acudir a cualquier otro medio de información lleva a tomar conciencia de que el planeta en que vivimos no es ciertamente el "mundo feliz" del que han hablado las utopías.
Hagamos una brevísima enumeración de los aconteceres adversos. Hay catástrofes naturales, terremotos, tsunamis, cambio climático, destrucción de bosques y plantas, extinción de especies animales, contaminación que de muchas formas agobia y se agiganta. Las confrontaciones bélicas se multiplican: invasiones como las de Afganistán e Irak; tensiones y combates en el Cercano Oriente, en Sudán y Somalia. Pululan las acciones criminales: terrorismo, tráfico de estupefacientes, asaltos, secuestros, homicidios. A todo esto se suma la situación en que viven cientos de millones de seres humanos en pobreza o miseria, en contraste con la opulencia de unos pocos; la corrupción en diversas esferas; la galopante globalización económica que desquicia a no pocos países y que, en su aspecto cultural, parece dirigida a clonar a todos los humanos; el agotamiento y carestía de los energéticos; las pandemias como la del sida.
Desde luego que el elenco de las desgracias podría continuarse. Y no es por pesimismo o, peor aún, por masoquismo, por lo que tomamos conciencia de todo esto. Al hacerlo se nos viene a la mente el antiguo dilema, recurrente en el pensamiento de muchos pueblos, a saber si es que nos hallamos realmente en un cosmos o estamos retornando al caos.
Caos (chaos) significa en griego abismo, desorden, espacio vacío y, por extensión, el estado original del universo. De ello -aunque sin emplear necesariamente la designación de caos- hablan muchas mitologías del Viejo y Nuevo mundo. Lo que llamamos universo, con todas sus realidades visibles e invisibles -lo designado por Pitágoras con el nombre de cosmos (kósmos)- es lo contrario del caos. Originalmente sólo se hallaba el vacío primordial, la tiniebla absoluta. En la cosmogonía griega fueron los dioses quienes introdujeron el cosmos en el caos, el orden en la confusión. Con palabras distintas algo semejante refieren textos amerindios como el Popol Vuh de los maya-quichés al hablar de los orígenes de mundo.
La idea de que el universo es un cosmos fue la que en última instancia dio fundamento entre los griegos al desarrollo de la metafísica. Si el universo es una realidad ordenada, en la que cada cosa tiene su lugar, todo puede llegar a explicarse, todo tiene una razón suficiente y todo está sujeto a la ley de causa y efecto.
Con esta persuasión vivió la humanidad muchos siglos, diríamos que tranquila, no obstante que durante todo ese tiempo tuvo que enfrentarse a muchos aconteceres que en modo alguno podían entenderse en el marco de un universo cabalmente ordenado. Baste con aludir a las guerras, hambrunas, epidemias, crímenes, desastres naturales y otras catástrofes. El mal, no sólo el físico sino sobre todo el moral, no ha estado ausente en el escenario de este mundo. Ahora bien, aconteció que, a mediados del siglo XVIII, algunos empezaron a perder la fe en la idea de que este mundo es un cosmos sin fisuras. El filósofo Immanuel Kant (1724-1804) en su Crítica de la razón pura realizó una aportación perdurable: mostró cuáles son los límites del conocimiento humano. Tales límites implicaron no sólo la duda sino el señalamiento de la imposibilidad crítica del conocimiento metafísico.
A partir de entonces los principios básicos de razón suficiente (todo debe tener una explicación) y de causalidad (todo debe tener una causa) perdieron su antigua y universal vigencia. Temas como el de la demostración de la existencia de Dios, los principios morales con valor universal, las leyes de la física y en general de las ciencias naturales, quedaron en entredicho. No es que fueran negados; se consideraron indemostrables por la vía de la razón. La experiencia, el otro recurso, no pudo aducirse. Para establecer una ley universal y necesaria por la vía empírica sería necesario abarcar todos los casos posibles y conferir así a su enunciación alcances plenos.
¿Quedó el ser humano en desamparo? Atendamos a un ejemplo: el de la teoría de la evolución de las especies propuesta por Darwin. Por siglos se creyó que todo en el mundo había sido creado directamente por Dios. Con Darwin se postuló que existía una evolución natural de las especies. Los organismos vivientes tenían por sí mismos el atributo de evolucionar, verosímilmente hacia formas mejores. Teorías, que cabe calificar de complementarias, han aducido argumentos en pro de tales o cuales factores naturales como responsables de la evolución. En esas explicaciones ha subyacido el recurso a la teoría de las probabilidades.
¿Qué son ellas en última instancia? Son las que pueden dar respuesta a preguntas tan simples como esta: ¿por qué, si dejo de sostener cualquier objeto, éste caerá al suelo? Se dirá que ello ocurre por la ley de la gravedad. Sólo que dicha ley no puede fundamentarse en la universalización de la necesidad de que tal cosa ocurra, aun partiendo de un número, por grande que sea, de observaciones. Para ello habría que demostrar la existencia allí de un nexo de causalidad con apoyo en un principio metafísico críticamente no demostrable. Al hablar de "ley de la gravedad" se está atendiendo, al menos implícitamente, a la suma de probabilidades en las que se percibe eficacia para explicar el acontecer en cuestión.
Si el principio metafísico de causalidad no es sostenible, ni respecto del ejemplo aducido ni de cuantos se quiera imaginar, ¿se puede seguir afirmando críticamente que nuestro mundo es un cosmos en el que todo es lógicamente explicable? Y, si además dirigimos la mirada hacia los desórdenes que ocurren en nuestro entorno -guerras, catástrofes, terrorismo, tráfico de drogas, torturas, crímenes y la larga serie que enumeré al principio-, ¿sostendremos que el concepto de cosmos tiene validez plena? A la luz de esto, ¿no es cierto que el significado de cosmos y caos en su relación con el mundo en que vivimos lejos están de ser cristalinos?
Si nuestra existencia se ve oscurecida muchas veces con nubarrones que recuerdan las sombras del caos, no por ello deja de ser verdad que en muchos aspectos el orden se impone. ¿El genoma de los vivientes no es un ejemplo de ello? Y ¿el curso de los astros es acaso errático? Orden y desorden, bien y mal, cosmos y caos, parecen dualidad inseparable de nuestro existir en un universo cambiante y sin reposo. Algunos han tratado de esclarecer el enigma. ¿Las utopías concebidas por humanistas como Tomás Moro han sido vano anhelo de imaginar un cosmos sin fisuras? ¿Ocuparnos de esto en un mundo con tantos apremios es inútil cavilación?
Miguel León-Portilla es antropólogo e historiador mexicano.
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