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Columna
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Origen

Como se puede apreciar a simple vista y oído, hoy los cuadros nos los encontramos mayormente en la vida política. (Lees que el Gobierno y el principal partido de la oposición se amenazan con destapar trapos sucios sobre ETA, y no es que se te caiga el alma ciudadana a los pies, es que el alma en general se te hunde a toda velocidad como por un desagüe). Los cuadros, como decía, los está monopolizando nuestra vida política, mientras el arte contemporáneo va prefiriendo otros formatos y soportes de expresión: la fotografía o el vídeo, por ejemplo; a veces con resultados tan espléndidos -me refiero obviamente al arte- como los que se muestran estos días en el Koldo Mitxelena donostiarra, dentro de la exposición Documentos. La memoria del futuro.

De entre todas las obras que allí se recogen, destaco hoy el proyecto Origen, de María Bleda y José Mª Rosa: una serie de fotografías tomadas en lugares donde se han descubiertos restos de los primeros seres humanos: Gibraltar, Les Eyzies de Tayac, Campogrande, Zoukudian o Atapuerca. Son imágenes de tierra, de árboles, de paredes de piedra, de huecos aprovechados en la roca para poder vivir. Me ha conmovido esa presentación de paisajes crudos (previos a cualquier cocina cultural de la mirada), me ha desplazado a la primera vez de unos ojos humanos sobre ellos: al cómo un ser, estrenadamente inteligente, contempla un árbol antes de darle un nombre, encuentra una cueva y desde ahí (se) descubre el deseo o la necesidad de un hogar. Por primera vez. Me ha emocionado pensar, como recordando (la exposición tiene también el mérito de situar la experiencia humana en un continuo a lo largo de la historia, a lo ancho del presente), me ha emocionado recobrar, como si fueran mis propios recuerdos, el instante en que ese ser humano, que ya ha empezado a encontrarle un sentido al paisaje, comprende dentro de sí mismo lo primero, lo esencial, lo que le funda, nos funda, como personas.

Y para mí, lo humano se concentra en la posibilidad de ver siempre un poco más allá de lo que se sabe o se siente. Lo humano lo sitúo, preferentemente, en la distancia entre mis propios límites y un horizonte más lejano que consigo concebir, y al que puedo desear dirigirme. O por decirlo de otro modo, lo humano se resume para mí en unos cuantos principios que coloco incluso por encima de mis propias ideas o valores. Y uno de esos principios dice que un ser humano no debe morir ante la mirada, o la ausencia de mirada, de quien tiene en sus manos evitarlo.

Y lo digo pensando en la más estricta actualidad; obligándome a sustituir las anchas cuevas de Atapuerca o Les Eyzies (qué anchura cuando todo está por decidirse) por la estrechez asfixiante de la estricta actualidad. Y así pienso, aunque se me amotinen los valores, que ese hombre (las que se me amotinan ahora son las acepciones), que ese hombre concreto que rentabiliza su hambre (con la de hambre sin renta que hay en el mundo) no debía morir así. Y que para apoyar su excarcelación no tengo que acudir al cálculo de si su muerte era inminente o probable o sólo posible o eventual. Ni siquiera tengo que pensar en él, como él. Que tampoco tengo que ponerme a valorar, como en una subasta, si las razones aludidas por el Gobierno son enteramente humanitarias o sólo medio o apenas un cuarto; o si lo humano es el recubrimiento presentable de otras razones que la lógica política debe ahora preferir (no sé por dónde andará ya el alma caída). No, me digo. En lo que tengo que pensar, para aceptar esa excarcelación, es en el Origen. Y en eso, empeñadamente, pienso.

Emocionada, conmovida, agradecida, sólo pienso en esos seres humanos del Principio, que en estos paisajes crudos de las fotografías y en estas cuevas, con nada, de la nada, empezaron a imaginarse códigos, reglas, valores, superaciones de sí mismos; con el humano fin de que el instinto se volviera emoción y luego sentimiento y además pensamiento y de ahí un movimiento continuo hacia un mundo concebiblemente mejor, más justo, más grande.

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