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Crónica:CRÓNICA DE PARÍS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Identidades

"Muy pronto descubrió la adversidad, la naturaleza humana y la disciplina romana", escribe Edward Gibbon refiriéndose a Tiridate, rey de Armenia. Tiridate se convierte al cristianismo por influencia de san Gregorio y gracias a él recupera su forma humana tras una breve metamorfosis en jabalí. Este rey de identidad cambiante dotará a Armenia de un nuevo cemento nacional, la religión. El país es el primero -estamos en el año 314- en ser oficialmente cristiano. De todo eso y de lo que comportó habla una gran exposición -más de 200 obras- que se presenta en el Louvre hasta el próximo 21 de mayo bajo la denominación Armenia sacra.

En su momento, cuando se discutía la mal amada Constitución europea, varias personalidades, partidos y países intentaron que los "valores cristianos" figuraran como elementos fundadores de la identidad del Viejo Continente. No lo consiguieron, aunque no les faltaban razones, como tampoco les hubieran faltado a quienes reclamasen la herencia atea. En cualquier caso, el primer Estado cristiano confesional, mal que le pese a la Cope, es el que nació al pie del monte Ararat, en su día amarre del arca de Noé, y muy lejos de Europa, en Armenia.

El artista nacido del romanticismo vive sumergido en su tormento identitario
A veces la identidad no se presenta bajo un prisma dramático, sino bajo forma de juego

¿De qué hablamos cuando hablamos de identidad? Sin duda, de tradición, de mitos compartidos, de creencias y razones vividas en un lugar y una lengua. Pero también podemos hablar de proyectos, de deseos.

Hoy se estrena en París Honor de caballería, el filme de Albert Serra, una adaptación libérrima del Quijote. Ni batalla contra los molinos de viento, ni ínsula Barataria ni bachiller Sansón Carrasco, pero sí espíritu quijotesco. Rodada en catalán, la película es hija del amor del cineasta por los personajes cervantinos y sus ideas. Quiere hacerlos revivir en función de ese amor, que se aplica a las discusiones entre un hombre que siempre mira al cielo y otro que tiene los ojos -y la cabeza- clavados en los detalles de la tierra. La revista Cahiers du Cinema le dedica cinco páginas alucinadas y entusiastas celebrando la dimensión profética del filme.

El artista nacido del romanticismo, que se ve a sí mismo como sacerdote del culto a la belleza o como médium de sensaciones sólo al alcance de sensibilidades especiales, vive sumergido en su tormento identitario: su talento no es reconocido por los demás, lo que le convierte en maldito. Y peor sería que el éxito le alcanzase en vida, porque eso sólo puede significar que su trabajo es de menor valor, pues no es posible que una inspiración superior pueda ser comprendida por la mayoría.

El belga Léon Spillaert (1881- 1946) no dejó de interrogarse sobre esa maldita identidad. En más de veinte oportunidades, con el lápiz, utilizando la tinta china o el pincel, Spillaert se capta, de escorzo, con una mirada cada vez más alucinada, con los huesos de cráneo cada vez más evidentes. Entre 1902 y 1908, él mismo es su principal tema y vemos cómo la locura se va apoderando del cuadro. Nietzsche está detrás de todos esos autorretratos, como lo está el discurso decadentista y la invención del psicoanálisis. Al final, las dudas del alma, su plasmación en el cuerpo de papel, se encarnarán: en 1908, Spillaert empieza a tratarse de una úlcera de estómago. Otro club de identidades, sin duda con menos glamour, absorberá durante años las angustias del creador. Su obra puede descubrirse en el Museo d'Orsay.

A veces, la identidad, sus diversas facetas, no se presenta bajo un prisma dramático, político o cultural, sino bajo forma de juego. Es lo que nos propone René Lalique (1860-1945), joyero excepcional que convierte a las mujeres en libélulas, mariposas, cisnes, escarabajos o serpientes, que corona de flores de acero a Sarah Bernhardt y a otras actrices y que ahora, y hasta el 29 de julio, es recordado en el museo del Palacio de Luxemburgo.

<i>Autoportrait au miroir</i> (1908), de Léon Spillaert.
Autoportrait au miroir (1908), de Léon Spillaert.

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