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Columna
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El derecho a la propia muerte

Nunca he entendido muy bien el porqué de la resistencia al reconocimiento del derecho a la propia muerte. Desde una perspectiva jurídica no hay, en principio, ningún obstáculo para que se pueda plantear y reconocer el derecho a la vida desde una perspectiva negativa, es decir, para que se reconozca el derecho a la propia muerte. El derecho a la vida entra en el círculo del derecho a la libertad personal y no hay, en principio, ninguna razón para negar que el ejercicio del derecho a la libertad personal incluye el derecho a poner fin a la propia vida.

Digo derecho y no libertad. Porque libertad para poner fin a su vida ya la tiene. El suicidio no está tipificado como delito y, en consecuencia, poner fin a la propia vida no es un acto antijurídico. Pero no es de esto de lo que se trata, sino de tener derecho, es decir, de poder recabar ayuda a la sociedad para el ejercicio del mismo o de poder oponerse a cualquier acción que pretenda impedir el ejercicio del derecho a la muerte. Un ciudadano tiene que tener el derecho de poder sentirse protegido por la sociedad en ese momento final de la vida, de no tener que irse por la puerta de atrás, como si estuviera haciendo algo ignominioso. La soledad del suicidio en el momento más solitario de la vida del ser humano no puede ser la única alternativa que la sociedad le ofrezca a un individuo que quiere poner fin a su vida.

Es obvio que la sociedad podrá regular las condiciones de ejercicio de tal derecho a la muerte y determinar en qué supuestos y de qué forma el individuo puede solicitar y obtener el concurso de la sociedad. Pero una negación absoluta del derecho a la muerte no se entiende muy bien en qué razonamiento de tipo jurídico puede descansar. Podrá descansar en consideraciones de naturaleza religiosa o filosófica, pero no en razonamientos jurídicos.

No existe ninguna razón, ni sustantiva ni procesal, para que no se dé una respuesta jurídica por parte de la sociedad a una demanda de esta naturaleza. Ante una manifestación de voluntad clara e inequívoca de poner fin a la propia vida por parte de una persona en pleno uso de sus facultades mentales, no tiene en principio por qué no producirse una respuesta por parte de la sociedad. La sociedad podrá poner en práctica una política disuasoria del ejercicio de tal derecho y podrá establecer las condiciones que estime apropiadas para que la demanda del ciudadano pueda ser atendida, pero, si a pesar de ello, persiste la voluntad del ciudadano de poner fin a su propia vida, la sociedad debe permitir y posibilitar el ejercicio del derecho.

Aunque me he decidido a escribir esta columna a partir del calvario que está viviendo Inmaculada Echevarría, no es de ella de la que estoy hablando. Su problema no es el del ejercicio del derecho a la propia muerte, sino el de que no se la fuerce a vivir en contra de su voluntad. Ella no está luchando por ejercer un derecho, sino por librarse de una coacción inhumana, por muy religiosamente que se la vista. Comparto el criterio del Consejo Consultivo de Andalucía de que la petición de Inmaculada de que se le retire el respirador es un acto "ajustado a derecho", pero creo que habría que ir más lejos y plantearnos abiertamente el problema del ejercicio del derecho a la propia muerte.

Éste es un problema que ya está presente, que lleva estando presente ya desde hace años, en nuestra sociedad y no debemos seguir ignorándolo. Es obvio que la sociedad tiene que hacer todo lo posible para que aquellos individuos que quieran seguir viviendo, puedan hacerlo y en las mejores condiciones posibles durante el mayor tiempo posible, pero también debe atender la demanda de aquellos ciudadanos que, en las condiciones que la propia sociedad establezca, decidan ejercer el derecho a poner fin a su vida. Estamos en una sociedad lo suficientemente madura como para no dejar de coger el toro por los cuernos.

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