Apogeo del parvulario
Nunca más adultos consumieron más golosinas. Tampoco se vio a tantas personas mayores jugando a la pelota, o corriendo, calzándose una gorra y vistiendo de jovencito. La puerilización del pensamiento se corresponde con la boyante industria del infantilismo, presente en el auge cinematográfico de los dibujos animados, en el fútbol con la repetición de peleas de patio, en la política con el recurso a los chivatazos o los acusicas, en la escritura con la enfática celebración de cumpleaños entre novelistas. No faltan tampoco las grandes mentirijillas, los pellizcos de monja, las zancadillas, las ojerizas, los insultos en pareado, las rabias y los payasos.
La vida pública ha perdido su seriedad en provecho del estado de humor y el pensamiento olvida su posible amenidad sustancial en beneficio de las trifulcas de guarnición o superficie. Como consecuencia, el mundo de los periódicos y los telediarios se ha simplificado mucho.
En internacional se trata, diariamente, de anotar la nueva cifra de muertes en Irak y, en nacional, se apunta jornada tras jornada los insultos y jugarretas que un partido nacional tiende al otro en una dialéctica de animación copiada de los escabrosos recursos que caracterizan a Los Morancos, grupo favorito de los adultos simplificados.
El mundo de la Naturaleza, por su parte, reproduce con sus quejas de calentamiento o envenenamientos, con sus ahogos y sequedades en boga, con sus temperaturas altas y extremas diarreas fluviales, la serie de los insufribles dengues de un niño.
La red misma que cubre el planeta a través de la comunicación hablada o escrita, visual o auditiva, se construye como una cuna donde la Humanidad mece sus sentimientos. Por un tiempo, la ciudadanía asumió la guía teórica que sobrevino con la Ilustración pero hoy, fracasados los últimos proyectos utópicos, el horizonte se ha reducido hasta los límites de un patio de colegio.
Ortega asimilaba el placer humano de pensar al disfrute del gorjeo entre los pájaros. Esta clase de entretenimiento, sin embargo, ha perdido tanto público que los más valientes de los pensadores no encuentran sus virtuales trofeos de antaño. Van muriendo los grandes pensadores como el martes lo hizo Baudrillard sin que su definitiva ausencia importe nada. Mueren, por primera vez los intelectuales de peso coincidiendo con el ocaso de la intelectualidad y desaparecen los grandes maestros a la vez que el magisterio se acaba.
La información digital es ya tres millones de veces superior a la que procede de los libros y unas dos terceras partes de ella nacen no de profesionales sino de amateurs, no de profesores sino del público mismo en una suerte de participación espontánea a la manera de Barrio Sésamo.
Ser como un niño fue tan imposible en el pasado que Jesucristo lo establecía como un deber para alcanzar nada menos que el cielo. Hoy, sin embargo, cuando el niño ha adquirido una categoría casi tan alta como la de los osos, la democracia cultural nos facilita la mayoría de los instrumentos precisos para la infantilización plena. Películas burdas, polígrafos en los programas del corazón, porno de todos los colores, numerosas tiendas de chocolates, incontables videojuegos para adultos, repostería farmacológica con o sin azúcar, transmisiones deportivas sin cesar, nuevos juegos de mesa, simulacros bélicos, desembarcos ficticios en las playas, paintballs...
Quien no se hace niño deberá asumir su culpable marginación y su grave desajuste con los tiempos. La producción eligió hace años su target a través del modelo Harry Potter y El Señor de los Anillos. Los piratas del Caribe o los códigos Da Vinci junto a su cosmos audiovisual o escrito, histórico en ciencia ficción, son derivas del mismo patrón reinante. Que los políticos se escupan y tiren de los pelos, que los deportistas se linchen, que se definan países malos y buenos, que el arte adore la fase anal y la arquitectura el máximo garabato son fenómenos de la misma cepa. El cepo coincide con el orden del parvulario y la indolente espera de un mundo mejor.
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