Los restos del día
Ya estamos en la fase final, en el así llamado remate, de las rebajas. Los precios caen en picado. El cronista decide ir al sacrificio y acepta su destino con ecuanimidad. Es sábado y, aún a sabiendas de lo que le espera, emprende el camino hacia Ikea. Ikea en sábado es como un vagón de metro a las ocho de la mañana, pero un sábado de rebajas puede ser lo más de lo más, por decirlo en cheli. Precavidamente, porque una cosa es la investigación sobre el terreno y otra el masoquismo, el cronista entra en el aparcamiento -3 de Ikea Montigalà a las 10.45. Encuentra plaza enseguida y sonríe para sí pensando que el futuro es de los madrugadores. Inicia el largo paseo subterráneo hasta las escaleras mecánicas y observa con curiosidad los rostros, las actitudes de la muchedumbre que camina por los mismos pasos de cebra. Hay sonrisas, parloteo distendido y animoso, como el de la gente cuando se acerca al estadio para ver el partido de su club de fútbol favorito.
Como en un musical de Broadway, llegan nuevos grupos de otros rincones del aparcamiento, con la sonrisa en los labios, la charla dicharachera. Todos han visto los anuncios de la república independiente de tu casa, los del 10% de descuento (en vales de compra, eso sí) del décimo aniversario. Todos han estudiado a fondo el catálogo que se llevaron la última vez.
En la tienda, las cosas cambian un poco. Tomar un café a las once en punto resulta imposible para quien no quiera hacer una cola de 10 minutos. Recorrer los pasillos e ir viendo, midiendo, calculando precios, empieza a ser complicadillo. Hay niños por todas partes, familias enteras que entienden muy bien el mundo en el que viven y celebran el sacramento del día de compras con reverencia, seriedad, todos juntos. La familia que compra unida permanece unida. Claro que esto supone un cierto griterío, un desgañite constante de padres que no creen en su autoridad, de hijos que se la niegan.
El goce de los padres está en comprar; el de los hijos, en sacarles de quicio a base de jugar al escondite entre sofáes, brincar sobre colchones como si aquello fuera un gimnasio, desafiarse a carreras por entre parejas eligiendo el lecho que pronto será nupcial, jóvenes que han decidido cambiar la mesa de ordenador, estudiosos componiendo una biblioteca de varios cientos de volúmenes en anaqueles bien ordenados, amas de casa convirtiendo en realidad la cocina de sus sueños. El cronista prueba una silla de trabajo dotada de sendas palancas para regular la altura del asiento y el ángulo del respaldo. Ninguna de las dos funciona.
El cronista, cuya espalda se va debilitando con los años de tecleo irremisible, que padece de las dorsales, las cervicales y las lumbares por este orden y por todos los demás, comienza a desfallecer. Probar una silla de despacho se convierte en una prueba poco menos que insalvable. Termina renunciando. No queda ninguna ni medianamente sana.
Más allá, en el subterráneo donde moran las cajas planas de cartón con estanterías y cómodas, tres horas más tarde (¡tres horas más tarde!), el cronista se confunde con la multitud, carga en su carrito las piezas de nombres nórdicamente exóticos, sortea con habilidad otros carros con niños y muebles dentro, comparte el comentario del cabeza de familia que, extenuado, con la crispación de quien ha llegado al final y mira con horror la docena de colas larguísimas que nos esperan frente a las alegres cajeras, y mientras prepara la tarjeta de crédito, se lamenta en voz alta: "Hoy no vamos a comer. Te lo digo, a quién se le ocurre venir un sábado de rebajas". El cronista comparte el espíritu de su lamento. Iba a por una silla de despacho con regulación de altura del asiento y verticalidad del respaldo, y se va con una estantería, una cómoda y un escurreplatos.
El cronista se conoce, y conoce a los diseñadores nórdicos de los muebles de Ikea. Tras haber ahorrado un montón de dinero gracias a los precios y las rebajas, decide gastar un montón de dinero en transporte y montaje. Una cosa es tener la valentía de ikear en sábado, y otra muy distinta atreverse con los dibujitos, los tornillos extraños que sí están en las bolsas de plástico, los tornillos que faltan, etcétera. Eso ya es para nota, para gente joven y animosa. Tal vez otro día. Los restos del día de hoy, por decirlo evocando a Ishiguro, no dan para ningún sacrificio más.
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