El hombre borrado
Tras las recopilaciones que reunían la poesía publicada hasta 1991 por Jenaro Talens, Puntos cardinales ofrece la obra de los últimos quince años. Una ocasión para aproximarse a un autor que ha dado sus mejores frutos fuera de los anaqueles generacionales.
PUNTOS CARDINALES: Poesía 1991-2006
Jenaro Talens
Cátedra. Madrid, 2006
256 páginas. 15 euros
Uno de los poetas españoles que mejor encarnó en su día el sistema mítico y los rasgos de estilo del sesentayochismo es Jenaro Talens (Tarifa, 1946), por más que su nombre no estuviera recogido en la antología de José María Castellet Nueve novísimos (1970), nómina a la que, con este o aquel añadido o descarte, se redujo oficiosamente aquella generación de iconoclastas reconvertidos pronto en iconos del escaparate posmoderno. En realidad, hasta 1970 Talens era el autor de un par de cuadernos primerizos, En el umbral del hombre (1964) y Los ámbitos (1965), publicados en la benemérita colección Veleta al Sur que dirigían en la Granada de su adolescencia José G. Ladrón de Guevara y Rafael Guillén, este último mentor del aprendiz de poeta. De aquellos libros en agraz el autor sólo rescató cuatro composiciones en la amplia antología Cantos rodados (2002), bajo el desvaído marbete de Primeros poemas. Ni siquiera Víspera de la destrucción, de 1970, puede considerarse un libro correspondiente a las nuevas poéticas de esos años, muy apegado aún a voces que están en la base de la suya propia: Cernuda, Gil Albert y algunos autores intimistas del medio siglo, como Francisco Brines. No son extraños los signos de reorganización de una obra tan extensa en títulos y dilatada en años, que su autor había reunido sucesivamente en dos volúmenes que recogían la producción anterior a 1991: Cenizas de sentido (1989) y El largo aprendizaje (1991). Tras ellos aparece ahora, en la misma editorial de entonces, Puntos cardinales, compilación de los siete libros que constituyen el tercer tranco de su poesía completa, a mi juicio el más interesante del autor y también el más alejado de ciertas propuestas generacionales que él exprimió hasta entrados los ochenta, cuando la mayoría de sus coetáneos se habían retraído de los propósitos experimentales: razón laberíntica, culturalismo, escritura alimentada de la escritura.
El poeta se ha referido a su obra como un continuo en el que no tienen sentido parcelaciones cómodas y escolares ad usum Delphini; así, la que la dividiría en una etapa de escritura más solipsista y metadiscursiva, y otra más comunicativa y cercana a la experiencia vital. Sea, en lo referido a la genética de esa voz autorial y al propósito del autor, puesto que así lo afirma él, destacado teórico de la literatura y la comunicación.
Pero su punto de vista no
puede sustituir la percepción del lector, que ya en el libro en catalán Purgatori (1983) se ve asaltado por los microcomponentes existenciales de una vida ("Vinc a parlar de coses diminutes / d'eixes que mai no importen a ningú"), en versos alejados del tono ensayístico y del estilo rizomático anterior; y ello es más visible a partir de Tabula rasa (1985), un punto de inflexión, ya que no un punto y aparte como el título parece sugerir, que supone una deriva hacia zonas cercanas a la poesía de reflexión asentada en la experiencia propia, comunicativa y de talante moral, que en ese tiempo había ya comenzado a imponerse. En Puntos cardinales, que arranca con el magnífico Orfeo filmado en el campo de batalla (1994), continúa Talens con su indagación nacida, según ha manifestado alguna vez, del desconcierto que provoca la inasibilidad de lo real. Pero su indagación cardinal, paradójicamente desnortada si se acepta ese desconcierto aludido, se va engolfando en el camino de la enunciación poética a partir de la existencia de un particular sujeto lírico: no aquel yo cartesiano e impugnado por el poeta ("El yo no importa nada", Georges Bataille), sino el yo construido en su precariedad existencial, que ensarta fragmentos de un universo cuya representación mental es sólo un simulacro.
El autor, que siempre se ha negado al automatismo inane de la redundancia, tiende desde los años noventa hacia una poesía de un fraseo más discursivo y una actitud psíquica entregada a la placentera serenidad de la madurez y a la más nítida patencia emocional. Libros como Viaje al fin del invierno (1997) no implican una retractación de fondo respecto de su anterior propuesta creativa, de la que el conjunto de Puntos cardinales es estrechamente solidario, pero sí un avance hacia un territorio en cuya exploración no cabe ya prescindir de un sujeto poético cada vez más atenido a un significado propio e inintercambiable. De este modo, aquel que un día quiso conquistar el mundo, subvertir la realidad y sembrar de destrozos el campo de batalla, regresa del combate asumiendo una vida sin horizontes teleológicos, recogida en el regazo de una identidad, la suya, que ha aprendido a vivir "sin otro norte que el estar aquí, / en este momento de pura existencia / que se parece a la felicidad". A medida que fueron cediendo los rasgos que conferían a los poetas de su tiempo histórico una cierta homogeneidad, los senderos que cada uno ha recorrido, ya no obedientes a pautas prescriptivas generales, se atienen en su dispersión a la personalidad irreductible de cada uno. Agotados los reclamos históricos que sirvieron a su formación poética, ese yo que se negó a aceptarse termina al fin reconociéndose, vulnerado por las heridas del tiempo pero enhiesto en medio de las inseguridades: "Aquí, / donde el fulgor renace cada día, / el viento gime y me saluda. Salve. / La muerte acecha, pero sigo en pie". Sin los tirantes de la doctrina, la poesía se echa a volar: alegrémonos de ello los lectores.
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