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Un atajo que lleva a un callejón sin salida

Antón Costas

La vivienda ha pasado a ser una de las preocupaciones prioritarias de los ciudadanos. La causa fundamental es el abismo que se ha abierto entre los precios de la vivienda y los ingresos de las familias. Esta preocupación social está convirtiendo a la vivienda en un problema político de primera magnitud. Especialmente, a medida que el problema alcanza a los hijos de las clases medias, que comienzan a movilizarse protagonizando una incipiente rebelión.

Acuciados por esa presión social, algunos gobiernos parecen querer buscar atajos. Uno de ellos es recurrir a la utilización de las viviendas vacías de particulares para intentar paliar el problema de la falta de vivienda para las familias pobres y de rentas bajas.

Sin embargo, los gobiernos deberían huir de la tentación de usar las viviendas vacías como de la peste. Por varios motivos.

En primer lugar, porque la existencia de un gran número de viviendas vacías tiene más de leyenda urbana que de realidad. Los datos que se manejan no son creíbles. Cifras del orden de 3 millones para España, o de 100.000 (el 14%) para ciudades como Barcelona mezclan viviendas desocupadas con viviendas secundarias, segundas residencias, viviendas sin condiciones de habitabilidad, en rehabilitación, que han cambiado de usos o habitadas en realidad aunque oficialmente vacías. El propio INE ha llamado la atención sobre ello. Confrontando diversas fuentes y estudios, mi impresión es que, por ejemplo, en Barcelona no hay más de un 3-4% de viviendas desocupadas temporalmente.

Ese porcentaje no es una anomalía. Contribuye al buen funcionamiento del mercado inmobiliario. Son las viviendas que están en proceso de sustitución de inquilinos o propietarios, o a la espera del momento adecuado para ser vendidas. Si no hubiese un porcentaje más o menos similar el mercado sería más rígido y subiría aún más sus precios.

En segundo lugar, porque aun cuando una parte sean viviendas que se mantienen vacías por motivos de inversión especulativa, o de simple prevención frente contingencias futuras, esta conducta es racional y legítima, y no se puede calificar de delito social.

En este sentido, hay que distinguir entre dos tipos de inversores. Por un lado, los inversores que compran para vender y obtener una plusvalía. Aunque sorprenda, no tienen las viviendas desocupadas durante mucho tiempo. Mientras esperan, acostumbran a dar a la vivienda "un pase" por el mercado de alquiler para rentabilizar la espera. Son especuladores pero racionales. Por otro, están los que compran como una forma de ahorro frente a contingencias futuras, la vejez o la dependencia. Esta forma de ahorro ha sido incentivada por la política económica. No se puede fomentar la compra de algo para después expropiar su uso.

Tercero, los gobiernos deberían de huir de la tentación de la expropiación del uso de las viviendas vacías por razones prácticas. Sería un negocio ruinoso para el erario público, un engorro endiablado para las administraciones públicas y una fuente de quebraderos de cabeza para los gobiernos. Me explico. Expropiar el uso de las viviendas vacías obligaría a legislar sobre lo que se entiende por tal, cuestión que, en sí misma, es como definir el sexo de los ángeles. Pongo un ejemplo. Al prejubilarse, un amigo ha cambiado su residencia habitual a su pueblo natal, pero ha decidido mantener su vivienda de Barcelona. Quiere ir de vez en cuando a ver a sus hijos, y no descarta que en el futuro, en la vejez, vuelva de nuevo a la Ciudad Condal para disponer de mejores servicios y estar cerca de sus hijos. Mientras tanto, su vivienda permanece prácticamente desocupada, excepto unas semanas al año. ¿Es una vivienda vacía? ¿Habría que expropiar su uso? No hay tribunal que lo acepte.

En cualquier caso, una vez definido el concepto jurídico de vivienda vacía, entonces habría que montar ineficientes burocracias administrativas dedicadas a varias tareas. Primero, a investigar que viviendas están vacías. Segundo, a controlar si esos casos se ajustan a la definición. Tercero, a expropiar su uso. Cuarto, a defender ante los tribunales las muchas querellas que plantearán sus propietarios. Hago cuentas y el coste que resulta de montar toda esa nueva burocracia es mucho mayor que los potenciales beneficios.

Lo dicho, más que un atajo es un callejón sin salida con el que complicarse políticamente la vida. Las viviendas vacías son escasas y, en todo caso, no son ni el origen del problema de la falta de vivienda para familias de rentas bajas, ni mucho menos la solución.

Si el gobierno quiere potenciar el uso de viviendas hoy desocupadas lo mejor que puede hacer es contribuir a que desaparezcan las incertidumbres que llevan a sus propietarios a renunciar a una renta por el temor que les produce alquilarlas. Porque cuando alquilas no sabes si ganas una renta o compras un conflicto. Si se reducen esas incertidumbres, se pondrán sus viviendas en alquiler sin necesidad de amenazas inútiles.

Ayudar a gente con pocos recursos a acceder a una vivienda que les permita emanciparse, desarrollar su ciclo vital y vivir una vida digna es una obligación moral de la sociedad, al margen de cualquier consideración de eficiencia. Pero esa obligación moral no puede recaer sobre ciudadanos concretos. Debe ser una obligación de los poderes públicos y costearse a través de recursos públicos que procedan de los impuestos y del uso del suelo público para vivienda de protección oficial. Por eso, más que las viviendas vacías, lo prioritario debería ser acabar con el urbanismo fiscal que practican algunos poderes locales, que lleva a vender el suelo público para obtener ingresos para otras necesidades. En el mejor de los casos.

La solución al problema de la vivienda para familias con rentas bajas exige dos cosas. Comprender por qué las políticas de vivienda no han tenido efectos directos sobre esos colectivos -en particular, los jóvenes que no llegan ni a mileuristas- y poner en marcha nuevas políticas que den contenido jurídico y material al precepto constitucional del derecho a la vivienda, como se acaba de hacer con el derecho de dependencia.

Por cierto, si los gobiernos autónomos quieren ser rigurosos con el uso de las viviendas, buen trabajo tienen con controlar y perseguir el posible uso fraudulento que se puede estar cometiendo con las viviendas de protección oficial, financiadas con recursos públicos, sin tener que meterse en el berenjenal de la expropiación de usos de las viviendas privadas.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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