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Columna
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Matrimonios blancos

Cada día más madrileños practican la globalización en la cama. Y en los juzgados. A la vez que aumenta el número de extranjeros en la ciudad (ya son cerca de un millón, el 14% de la población) lo hace el de matrimonios entre esos foráneos y gente de aquí. Es cierto que muchos de los inmigrantes se relacionan poco con los españoles, invierten el tiempo de ocio (e incluso de trabajo) con gente de su nacionalidad, conviven en barrios repletos de personas de su país, buscan entre compatriotas protección ante un lugar extraño y ante la propia melancolía. Los ecuatorianos, rumanos o marroquíes procuran reproducir sus costumbres en Fuenlabrada o Lavapiés, conversan en los portales, inundan los patios de guisos aromáticos y rizan la atmósfera con sus acentos.

Pero poco a poco la frontera entre los inmigrantes y los madrileños se va agrietando. La propia costumbre, la prolongada convivencia nos ha llevado incluso al amor. Es cierto que existen dos clases de inmigrantes, aquellos que llegaron a España "forzosamente" huyendo de un cataclismo económico, abandonando a parte o a la totalidad de sus familias en pos de un presente y un futuro mejor; y esos otros que residen entre nosotros sin unas condiciones de vida tan extremas. Este segundo grupo es mucho más permeable a los madrileños porque su nivel económico y cultural es parejo al nuestro y eso aumenta las situaciones de contacto y en niveles similares. Pero lo importante es que, de una manera o de otra, el extranjero está dejando de ser un extraño, una persona discordante con el paisaje de las calles, un hombre o una mujer de un color o con un peinado exótico.

Mientras que el amor entre dos madrileños o dos españoles no tiene por qué desembocar en matrimonio, el de un español y un inmigrante sin papeles suele hacerlo. De 2000 a 2005 la cifra de enlaces mixtos se ha duplicado, pasando de 1.568 a 3.174. Esas parejas suelen tener tres tipos de engranajes: el amor, la solidaridad o amistad y el negocio.

Los primeros no requieren explicación. Cualquier persona de otro país, por el simple hecho de ser distinta, ya resulta interesante. Habrá quién rechace la diferencia, no necesariamente por racismo sino tan sólo por desinterés o pereza, pero para muchos enamorarse de un extranjero es indiscutiblemente enriquecedor. Los madrileños, que sufrimos especialmente (y en ocasiones disfrutamos) este vacío de pasión territorial, inmediatamente adoptamos una nueva patria a la que amar. Casarse con alguien de otro estado significa otorgarle los papeles de residencia pero también simboliza nuestro ingreso sentimental en otra nacionalidad. Quizá tengamos la oportunidad de aprender otra lengua y con toda seguridad conoceremos otra forma de concebir el mundo, otra cultura, con suerte hasta sintamos nuestros los triunfos de una selección de fútbol en un Mundial.

El Ministerio de Justicia está muy alerta ante los fraudes de amor. Sabe que parte de ese número creciente de matrimonios mixtos o también llamados "blancos" (dos términos que, aparentemente, resultan contradictorios) son de conveniencia. Pero ese pacto no es siempre comercial. En ocasiones los madrileños se casan con extranjeros de los que no están enamorados pero a los que sí quieren mucho. Están dispuestos a pasar por el juzgado para que sus amigos o amigas consigan los papeles y puedan hacer una vida completamente normal en nuestro país. Esta clase de amor es casi tan enternecedor como el "clásico".

El tercer caso es el más sórdido: hombres y mujeres que venden su soltería por 3.000 euros. En estas situaciones las parejas apenas se conocen, por lo que es más duro pasar el test que detecta amores falsos, un cuestionario que los contrayentes han de responder por separado a cerca de la familia, las aficiones, el lado de la cama en el que duermen y hasta el color del cepillo de dientes de su "amado". A pesar de la ilegalidad de estas uniones, es difícil no hallarles en punto de ternura si hemos visto Matrimonio de conveniencia donde Andie MacDowell y Gérard Depardieu se enamoran de verdad mientras preparan el examen. Incluso en el peor de los casos, existe, pues, la posibilidad de que surja el amor a última hora y, además, quizá no esté tan mal que haya por ahí un madrileño y un inmigrante con mejores vidas separadas gracias a haberse casado, no por la Iglesia y de blanco, sino liberadamente "en blanco".

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