Su hija murió en el tren, su marido fue detenido y ayer la insultaron
Iba a empezar a declarar Basel Ghalyoun. De pronto, el micrófono de la fiscal comenzó a chisporrotear. El presidente del tribunal, Javier Gómez Bermúdez, ordenó un receso de unos minutos "sin salir de la sala" para que el técnico de sonido arreglara el desperfecto.
Mucha gente se levantó de su asiento para estirar la espalda. Una mujer rubia, además, se acercó a los acusados, encerrados en su pecera blindada, y se encaró con ellos. Cuando volvía a su silla, se fijó en otra mujer sentada, con un velo beis sobre la cabeza. "Marroquí de mierda. Eso es lo que hacen los de tu país", le dijo.
La mujer del velo beis era Yamila Ben Salah, madre de Sanae, una niña de 13 años que perdió la vida en uno de los trenes. Viajaba de Alcalá a Atocha para ir al instituto. Como cada mañana. En el vestíbulo de la estación la esperaban, también como cada mañana, dos amigas, Carla y Paula, que ya no la vieron jamás. Sanae había nacido en Madrid, en el hospital Gregorio Marañón, pero fue enterrada en Tánger. Yamila, de hospital en hospital, dio la vuelta a Madrid ese 11 de marzo con la esperanza de encontrarla herida.
Su hija. Ésa es la razón por la que Yamila, de 48 años, acude al juicio. Pero no es su única relación con el 11-M. El marido con el que estaba casada entonces, Abednneri Esabar, fue detenido en junio de 2006 por orden del juez instructor Juan del Olmo, acusado de haber ayudado a escapar de España a Mohamed Alfallah, uno de los huidos del piso de Leganés. Tras ser enviado a la cárcel, Esabar fue puesto en libertad. Era el padrastro de Sanae.
Tal vez la mujer rubia estaba pensando en esa vinculación de Esabar con los acusados y de Esabar con Yamila cuando insultó a esta última. La mujer marroquí, por su parte, se niega a hablar de su ex marido. Sólo lo menciona para informar de que está en trámites de divorcio, de que no quiere saber nada de él y de que ni siquiera sabe dónde para. No quiere que la vinculen con él de ninguna manera.
"Sí, una mujer me insultó durante el juicio", comentaba al término de la sesión de la mañana. "Me dijo 'marroquí de mierda. Mira lo que hacen los de tu país'. Y otra mujer también me insultó en el baño, durante el descanso del juicio. Pero después otra señora me ayudó. Y le dijo quién era yo. Yo me acordaba de esa señora que me ha ayudado hoy. Estuvimos juntas el 11 de marzo, en el pabellón del Ifema, buscando los cuerpos de nuestros hijos", relata Yamila, cada vez más excitada.
A la mujer entonces se le nublan los ojos. Pronuncia la palabra "bolsa". "Los restos estaban en bolsas" y saca de su cartera la foto de su hija Sanae. Después rompe a llorar.
Al término del juicio camina en dirección al metro. Sola. Alguien se le acerca, le pregunta que qué le ha pasado y ella responde con una sonrisa y aventura una disculpa para la mujer que la insultó: "Nada, deben de ser los nervios", comenta.
Es difícil seguir un juicio de manera templada cuando alguien de tu familia ha sido asesinado y se tiene a muy pocos metros a los presuntos asesinos.
Ayer, las víctimas oyeron de viva voz a Jamal Zougam, acusado de haber puesto las mochilas bomba en El Pozo y en Santa Eugenia, asegurar que condenaba los atentados, que la mañana del 11-M se había levantado a las diez de la mañana, que le había puesto el desayuno su madre y que lo único especial que había hecho era cambiar su ruta para ir al trabajo, pues supuso que el centro estaría atascado. Cuando oyeron esto, muchos de los hombres y mujeres que habían perdido a sus padres o sus hijos sonrieron amargamente, o suspiraron, o se echaron las manos a los ojos con incredulidad.
Son muchos los abrazos y las sonrisas de afecto que las víctimas se intercambian en momentos clave del juicio para conjurar los nervios.
Los mismos nervios que ayer, según Yamila, fueran los culpables de que la insultaran.
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