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Columna
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Pasapoga, otro al hoyo

Hubo un tiempo en que Madrid era la calle de Alcalá, antes la Puerta del Sol y las vías de Arenal, Mayor, Carretas -con la botillería de Pombo en su arranque-, San Jerónimo, Victoria, Sevilla y el recinto de los mastodónticos bancos, los prostíbulos de las calles de la Aduana y Jardines, recién alzada la Gran Vía. Su reformado trozo irregular se atribuyó, en parte, al escollo perfectamente salvable del Oratorio del Caballero de Gracia, y aquella arteria, ya torcida desde Cibeles a la puerta de Alcalá, frustró una Gran Avenida de los Campos Elíseos madrileños del Cementerio del Este al Manzanares.

La Gran Vía, terminada la Guerra Civil, toma el pulso de la ciudad y la salpica de comercios, almacenes, enormes palacios para el teatro y el cine, cafés, bares y salas de espectáculo. Lucían aún las luminarias primiseculares que jalonaron las aceras entre el Banco de España y la plaza de Canalejas. Cafés de memorables tertulias, mil veces descritas, el Lyon d'Or, la Granja el Henar, enfrente los modernos Negresco, Acuarium, Dólar; en la Puerta del Sol, los cafés Universal, Puerto Rico, el Bar Flor y otros que escapan de la memoria.

Otra vez en la Gran Vía, el superviviente y ya melancólico Chicote, Pidoux, Lys, El Abra, Fuyma, Gaviria y otros de distinta longevidad que animaron las aceras hoy marchitas y casi desiertas. En la próxima plaza de Santa Ana, siete u ocho cervecerías alemanas que, con el buen tiempo, sacaban los veladores al exterior para servir boks que se contabilizaban por los fieltros que absorbían la desparramada espuma. Junto a Cibeles, el invencible Gijón, el descaecido Teide, enfrente Bakanik, Indiana; hasta no hace mucho, la Cervecería de Correos, que mantuvo largos años el refrescante serpentín de la cerveza oculto en su mostrador frontal. Y los dos o el mismo Lyon, todo acabado, ido, verdura de las eras, desdén por las tradiciones.

Aquellos increíbles y desacreditados años cuarenta del siglo anterior significaron una insuperable y tesonera voluntad de recuperación, a la ominosa sombra de una guerra mundial. Madrid, pordiosera de un conflicto propio, se lame las heridas y sale por peteneras noctívagas. Florecen nuevos locales, las bôites: La Galera, en la calle de Villamar; la Rebôite, Alazán, La Parrilla del Rex, la superfamosa y original Terraza Riscal de Alfonso Camorra y los innumerables bares de copas del barrio de Salamanca, sin contar las tabernas viejas y recientes. Se entiende y se valora mal aquel renacimiento, fruto de la voluntad superviviente de los habitantes de esta ciudad, presurosos por dejar atrás la memoria inmediata de tanta aflicción y daño, después de aquellos tres años de sitio a cuyo precedente no estaba dispuesta a volver. Cuando campos y ciudades de Europa vivieron el doble de años de terror, oscurecimiento y destrucción, Madrid, aún con cartillas de racionamiento, cupones para el fumador, boniatos y escasez de leche maternizada, con un poderoso impulso vital levanta el ánimo, disfraza la miseria y convierte su centro en una guirnalda rutilante. Los teatros clásicos perduraban, pero se alzaron otros coliseos, templos del drama, de la comedia, de los enredos de bulevar; el circo Price, en el corazón de la Villa, los conciertos dominicales matutinos del Monumental Cinema, la Banda Municipal, en el Retiro, se prolongaban en establecimiento de gran lujo, algunos en el extrarradio, como Ville Rosa -la propietaria del terreno era una comunidad de monjas-; Villa Romana, en Perdices, colmados como El Charco de la Pava, Manolo Manzanilla e innumerables garitos ocasionales, cerca de los cementerios, cuyos flamencos se contrataban en las tascas de la calle de la Victoria.

Ahora circula el pesaroso rumor de que desaparece Pasapoga, un hito de suntuosidad en un enorme sótano inmediato a la plaza del Callao. Tuvo como antecedente y, en cierto modo, competidor, a Casablanca, en la plaza del Rey, arrasada por las que han sido las oficinas centrales de Tabacalera.

Pasapoga arrastra, desde hace años, una existencia discreta, a la que han dado la espalda muchos madrileños, pues fue el estandarte del lujo, el banderín de celebraciones de los forasteros que venían a hacer negocios en el Ministerio de Comercio, a la sombra del estraperlo y de los haigas. Coloquialmente se le conocía como "Pasaypaga", vivero de hermosas hetairas, escoltas de los triunfadores del import-export y de la construcción que iban conformando una adinerada clase media burguesa que dejó atrás, para siempre, a la alpargata. Recordemos, con algo de pena y poca gloria, aquella ciudad nuestra cuyo mérito ha sido la capacidad de sufrimiento, la recuperación, su permanente bienvenida al forastero y un gran pudor por sus antiguos padecimientos. Todo el mundo sea bienvenido aunque, a veces, en el fondo, nos fastidie.

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