Alrededor de la muralla
Un día, cuando pasábamos junto a la muralla con Miguel Gallardo, ilustrador que había alcanzado la celebridad en los suburbios marginales del underground hispano gracias a Makoki (el personaje disparatado y peligroso que creó con Juanito Mediavilla), y cuyos dibujos ahora vemos por todas partes, en las portadas de los libros, en los carteles, en la prensa y hasta en la publicidad de una caja de ahorros, me contó que en su adolescencia, recién llegado a Barcelona desde Lleida, se encontró trabajando con Juanito, a su vez recién llegado de Burgos, en el Estudio Andreu, uno de los primeros y artesanales estudios de dibujos animados de la ciudad, especializado en cortometrajes de publicidad, entre los que año tras año se sigue transmitiendo por la tele el famoso anuncio del langostino. Según recuerdo los dos artistas adolescentes trabajaban en aquel semisótano de la ronda de Sant Antoni en régimen de clausura, a las órdenes de Andreu, un patrón paternal y algo chiflado, coloreando fotograma tras fotograma de las aventuras de un mosquito que moría de una forma muy graciosa al recibir una nube de insecticida, y los bailes de un botellín de naranjada Mirinda tocado con un canotier de Maurice Chevalier, el chansonnier cuyas alegres canciones han caído en el olvido, pero es inolvidable su cordial sonrisa que parece haberse formado después de musitar "París... ah, París..." en tono de la más deliciosa evocación; y también perdurará este aforismo suyo: "Cuando un vizconde se encuentra con otro vizconde... lo único que hacen es hablar de cosas de vizcondes".
De madrugada, acabada la tarea, tras limpiar los pinceles y lavar la mesa con aguarrás, Andreu sacaba a Miguel y Juanito de paseo para que respirasen un poco de aire fresco y estirasen los músculos mientras él se fumaba una faria en un banco delante de la muralla. Allí sus jóvenes pupilos daban unos saltos, unos botes, unas carreras, hacían equilibrios sobre la barandilla, trepaban un poco por la muralla, y al cabo de unos minutos Andreu daba unas palmadas y volvían al estudio, donde dormían sobre las mesas.
¡Cuánto te agradezco, Miguel, que me contases esa anécdota, ya que desde entonces al pasar por la muralla en el fluir de los turistas que bajan de la catedral hacia el museo Picasso, en la atmósfera estrepitosa de la Via Laietana, os imagino, jóvenes, bohemios, delirantes por el excesivo trabajo, dando botes en la noche, como los Beatles en las fotos de Twist and shout, en vez de recordar sólo a Aquiles persiguiendo a Héctor alrededor de las murallas de Troya, en el episodio más patético de La Ilíada, que es como decir en el episodio más patético de la historia de la literatura. O sea, por lo que a mí respecta, de la historia a secas.
Héctor, el héroe e hijo del rey de Troya, quería plantar cara a Aquiles en combate singular, pero al tenerlo delante, viéndole tan fuerte, con sus armas de bronce brillando al sol, con los ojos irradiando odio y furia homicida, y al recordar los estragos que causaba en las filas de los defensores cada vez que se engolfaba en la lucha, sufrió un ataque de pánico y salió corriendo, para desesperación de los troyanos, que asistían a su huida desde las almenas.
Corriendo el uno detrás del otro dieron una, dos, tres vueltas a la ciudad, sin que Héctor pudiera distanciarse unos metros de su perseguidor, ni éste recortar la distancia que le separaba de aquél, como en un sueño, o en una pesadilla, o en una de las paradojas de Zenón, donde ni la liebre alcanza a la tortuga ni Aquiles a Héctor (ni el deseo al objeto del deseo, dice Zizek interpretando a Lacan, pues el objeto del deseo es el deseo mismo). Sofisma encantador; si fuera cierto, todavía hoy veríamos al porfiado Aquiles persiguiendo al incansable Héctor alrededor de la muralla como hace 30 siglos, y a Miguel y Juanito dando saltos en una noche templada de 1975 y Andreu observaría la ceniza humeante de su faria y se diría "qué extraño, cuánto dura". Pero lo cierto es que la diosa Palas bajó del cielo para perder a Héctor: se le apareció bajo la figura de su hermano Paris, le confortó y le animó a que dejase de huir, recobrase valor y esperase a pie firme la acometida del terrible Aquiles, pues entre los dos fácilmente podrían vencerle.
Héctor accede, y cuando llega Aquiles la diosa se desvanece en el aire, dejándole solo. Homero dice que nosotros y nuestros héroes somos títeres en las manos de los dioses, marionetas bailando sin fin en la cuerda del amor, como dice la canción, o como los cantantes en la coreografía de Freyer para el Ariodante del año pasado en el Liceo, y que las guerras se libran para que los dioses se entretengan con nuestros sufrimientos.
Ha caído en mis manos una Ilíada pret-à-porter, una Iliada sin dioses, una Ilíada laica, redactada por un tal monsieur Homais, farmacéutico. Le voy a telefonear para recordarle que sí, que todo escritor es un saqueador de tumbas, de acuerdo, pero él debe devolver de inmediato a Zeus y Palas Atenea y compañía a su sitio. Sin dioses, esta escena, hacia la que fluyen todos los versos del poema homérico, queda privada del último grado de su horror formidable, y el aire que envuelve nuestras murallas y muros y muretes, entre los que circulamos despreocupados como chiquillos, privado de las presencias trágicas que lo habitan. No son mosquitos que se puedan eliminar con un aerosol, monsieur Homais. Son entes desde luego un poco más complejos que un matón con su espada o un pánfilo con su Canon digital.
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