¿Estado de derecho armado o democrático?
Las invocaciones que muchos políticos y asimilados vienen haciendo en los últimos tiempos al Estado de derecho, como fórmula mágica para acabar con la lacra del terrorismo, suelen utilizar el término con una concepción belicosa y coercitiva que no se corresponde con la realidad jurídico-constitucional a la que apelan. ¿Es ajustado a esa realidad un Estado de derecho como el que propugnan esos opinantes, coactivo, represor, justiciero, armado de leyes, policía y jueces convocados para triturar al enemigo, o, por el contrario, hay que atenerse a la configuración de España como "Estado social y democrático de derecho" que hace nuestra Constitución en su artículo 1.1, en línea con la voluntad proclamada en su preámbulo de "establecer una sociedad democrática avanzada" y, entre otros objetivos, "proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones?".
A finales del siglo XX y principios del XXI muchos políticos, cansados de que la versión democrática del Estado de derecho -mediante la incorporación de los amigos de los terroristas a las instituciones y la aplicación de las garantías jurídicas a los asesinos- no produjera el resultado deseado del cese del terror, se inclinaron hacia una actitud más dura. Así nació en el año 2000 el llamado Pacto Antiterrorista, gestionado por el Gobierno de José María Aznar, oxigenado por la mayoría parlamentaria absoluta del PP y con el impagable apoyo del PSOE, desde la oposición. La conjunción del PP y el PSOE aumentó las penas hasta el límite ampliado de 40 años de cárcel, y procreó la Ley de Partidos, que permitió en 2002 la ilegalización de Batasuna. Aznar se felicitó hace unas semanas por esa política, "que sabía", dijo, "que nos conduciría a una paz definitiva", tras el final, en 1999, de la fallida tregua de ETA.
Ninguna de esas medidas ha sido derogada, pero la paz sigue sin llegar. El debate se centra ahora en que el PP exige que el PSOE regrese a la política antiterrorista que diseñaron juntos y se deje de veleidades negociadoras como la que protagonizó el propio Aznar o la que el atentado del 30-D ha cortado de cuajo a José Luis Rodríguez Zapatero. Pero en el fondo lo que late es si en la lucha contra el terrorismo se opta por un Estado de derecho alzado en armas o democrático.
Los socialistas parecen preferir ahora, con el apoyo del PNV y las restantes minorías parlamentarias, la versión democrática, pero no se atreven a reformar las leyes penales, a suprimir los largos periodos de incomunicación de los terroristas detenidos, o a derogar algunos puntos infumables de la Ley de Partidos, como los señalados por Vicenç Fisas el 20 de enero en su artículo en EL PAÍS ¿Una salida para el conflicto vasco? No se atreven porque están presos de su complicidad con el PP, cuando ambos querían derrotar a ETA mediante la dureza jurídica. Pero, ¿es defendible esa dureza desde concepciones democráticas serias? ¿O es que han de prevalecer sobre los principios democráticos los planteamientos pragmáticos y eficacistas contra el terrorismo? Porque, de ser así, ¿no es cierto que para acabar con ETA y sus terroristas sería más práctico y fulminante un Estado de derecho armado con la pena de muerte, modelo Estados Unidos? Es posible que ETA y Batasuna, se merezcan un Estado de derecho armado, como ellos, pero nuestra democracia, tan difícilmente conquistada, no se lo merece.
Como decía en 1990 en la revista Claves el intelectual italiano Paolo Flores D'Arcais, "la democracia es gobierno paradójico y lógicamente inerme, porque para no renunciar a sí mismo debe garantizar espacio a sus enemigos, tolerancia a los enemigos de la tolerancia". Ésa es la idea que cuesta introducir en las mentes obtusas que instrumentalizan a las víctimas del terrorismo y que son incapaces de abandonar la venganza -incluso vestida de justicia- como arma política.
Un Estado de derecho que pone en primer plano los principios democráticos, sin excluir la enérgica persecución de los delitos terroristas, es muy probable que acabe consiguiendo la paz por el desistimiento de los violentos, una vez ganada para la democracia su base social. Pero aunque no lograra ese objetivo, porque ETA continuara en solitario su delirio, el estricto respeto a los derechos humanos, congruente con nuestro sistema democrático, es un fin en sí mismo para el Estado de derecho. De ahí que me sorprenda cada vez que el PSOE se enorgullece de no acercar presos etarras a Euskadi y echa en cara a Aznar que en la tregua de 1998 aproximara 135 presos de ETA al País Vasco. Seguramente Aznar estaba bien asesorado y sabía que, además de una previsión del reglamento penitenciario, acercar presos -no sólo terroristas, por supuesto- a su lugar de residencia responde a un elemental derecho de los reclusos y de sus familiares. El error consiste en valorar esa medida democrática como una cesión.
Uno de los más perniciosos efectos de la acción terrorista es un cierto síndrome de Estocolmo, que induce a quienes la combaten a participar de la irracionalidad, violencia u obcecación de los agentes del terror, lo cual perjudica, por un lado, la conveniente erradicación de la actividad terrorista -más difícil cuando la mente se obnubila- y, por otro, deteriora el ejercicio de la democracia, impracticable desde parámetros de venganza o sinrazón, incompatibles con el auténtico Estado de derecho.
Acaso quepa atribuir a ese síndrome de Estocolmo el entusiasmo político y mediático producido por la decisión de 12 magistrados frente a cuatro de mantener en prisión provisional al sanguinario etarra Iñaki de Juana Chaos, en peligro de muerte a raíz de su huelga de hambre en protesta por permanecer encarcelado tras haber cumplido todas las condenas firmes por sus múltiples asesinatos terroristas. El presidente del PP, Mariano Rajoy, aseguró haberse llevado "una de las mayores alegrías de los últimos tiempos". Y a la cabeza de columnistas, tertulianos y editorialistas propulsores del Estado de derecho armado, El Mundo, periódico de la derechota -en feliz definición-, valoraba el 26 de enero la decisión como "un triunfo del Estado de derecho".
¿Qué hubieran dicho los entusiastas de la decisión judicial plenaria si hubiera ocurrido al revés: si una decisión de los jueces naturales del caso, contraria a la excarcelación del imputado, hubiera sido modificada por la irrupción oportunista de una tromba de jueces para lograr, con sus votos forzados, la libertad provisional de De Juana?
En cambio, los políticos y los medios que elogian a los jueces cuando deciden como a ellos les agrada, no han podido disimular su frustración cuando el Tribunal Supremo ha revocado la condena impuesta a De Juana por la Audiencia Nacional y cuando, aunque sin absolverle del inexistente delito de "amenazas veladas", ha abierto el camino para que el sanguinario y fanático terrorista salga definitivamente de la cárcel gracias al Estado de derecho democrático, en el que no creen ni él ni sus vengativos enemigos.
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