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TRIBUNA

En la estepa

Algo de sociópatas debemos de tener la gente considerada normal cuando podemos soportar el flujo de los días con sus correspondientes malas noticias, sus horrores, sin caer en las peores pesadillas. Es decir, disfrutamos -me parece adecuado el verbo- de la dosis justa de falta de empatía necesaria para no enloquecer. Imaginen que ante el descubrimiento, en un país del Este europeo, de decenas de cadáveres de adolescentes torturadas y asesinadas después de haber sido obligadas a prostituirse; imaginen que pudiéramos ponernos realmente -no con la mente, ni con la ética: sintiéndolo físicamente- en el lugar de una sola de esas pobres criaturas. No podríamos soportarlo. ¿Cómo tolerar cuanto nos informa acerca de las desapariciones de mujeres en la frontera mexicana si tuviéramos la facultad de estar por unos instantes en el sitio de las víctimas? Desde el hoyo, con arena en la boca, arrastradas, violadas. El mal de este mundo es inabarcable y por suerte un humano que vive una vida corriente, que no sufre guerras, invasiones, secuestros ni otras sevicias; una persona que sólo atraviesa su existencia con las penas y enfermedades normales, puede considerarse afortunada porque ni siquiera ha alcanzado a avistar el borde del abismo.

Pero el abismo existe, y así ha sido siempre, aunque nosotros dispongamos de más testimonios -no todos, nunca- que el que podía tener un guardián de la muralla china situado en los confines septentrionales del vasto país asiático (estoy pensando en el extraordinario relato La muralla china, de Ismail Kadaré), condenado -y no es poco- a sólo imaginar el espanto. La pregunta es si la persona de hoy, los que sabemos lo que ocurre en Pekín y en la estepa, hemos ido desarrollando con el tiempo esa tendencia a salvaguardarnos, o si en realidad hemos hecho todo lo contrario. Es decir, ¿es gracias a nuestra progresiva sofisticación, tanto para el mal como para el bien, como hemos logrado este poco de interés que una parte de la humanidad sentimos hacia las desgracias ajenas? Todo parece indicar que así ha sido: la evolución hasta la Declaración de Derechos del Hombre, por ejemplo. Amnistía Internacional. Y etcétera.

Tampoco la gente que trabaja contra los crímenes, y que trabaja bien, posee la capacidad de sentirse empática y completamente el otro, el afligido. Nadie con semejante don maldito tendría el coraje de ponerse en pie y actuar. Resultaría aniquilado por su dolor, como lo fueron quienes claman desde sus fosas. Paralizado. Por eso es bueno poderse defender del mal con cierto grosor de corteza.

Y sin embargo, qué grandioso sería que los responsables, los que firman papeles y señalan con el dedo desde sus pulcros despachos, pudieran sentirse durante unas horas, quizá bastaría sólo con una noche, en el lugar de aquellos a quienes condenaron sin piedad. Sobre todo, los de las arengas, aquellos que dan mítines ejemplificadores, los que persiguen votaciones parlamentarias en nombre de la lucha contra el terror, los redentores, los mesiánicos y los hipócritas.

Despiértese, por ejemplo, el trío de las Azores, abra los ojos cualquier día infernal en una maldita calle de Bagdad. Es una buena idea para un cuento. El trío con su alegre camaradería siente el pelo en llamas, la piel llagada, echan a correr cada uno por su cuenta -cada uno ha olvidado quiénes son los otros dos, cada uno piensa que puede salvarse solo-, pero no hay hacia dónde ir, arden los vehículos amontonados y ya irreconocibles, trozos de carne ensangrentada salpican la cuneta, el aire resulta irrespirable, no es aire, es fuego que se mete en la garganta, el trío de las Azores estalla durante un breve, glorioso momento, el que sigue, en una calle de Bagdad, al brindis con el que sus componentes celebraron el mal que perseguían.

Fin de la pesadilla, toma de conciencia de los implicados, conversaciones de paz. Imposible. Su falta de empatía no es como la nuestra. Es la de los elegidos: absoluta. Grandes sociópatas de la Humanidad. Otros se dedican a manualidades: asesinan de uno en uno, y les llaman asesinos en serie.

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