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Tribuna
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La agenda arruinada

¡Curioso negocio, éste de la política, que no sólo hace extraños compañeros de cama, sino que te obliga a defender hoy aquello de lo que abominaste ayer! Vean, si no, el caso de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC). Hace apenas nueve meses, y tras no pocas contorsiones internas, dicho partido resolvió rechazar por insuficiente el nuevo Estatuto catalán, aun sabiendo que tal postura conllevaría -como así fue- su expulsión del Gobierno de Pasqual Maragall. Luego, sus dirigentes arrostraron la incomodidad de una campaña en la que pedían el mismo voto negativo que el Partido Popular, e incluso el propio día del referéndum (el 18 de junio) alguno de esos dirigentes se congratulaba de la magra participación -es decir, de la pobre legitimidad del Estatuto de 2006-, considerándola una victoria estratégica para los objetivos independentistas de Esquerra a medio plazo.

Sin embargo, y una vez reincorporada al Gobierno desde el pasado noviembre, ERC no sólo asume la aplicación de aquel Estatuto tan desdeñado, sino que en los últimos días ha tenido que acudir rauda a su defensa ante los negrísimos nubarrones que lo amenazan. "Corremos el peligro de que el pacto con España se rompa", ha manifestado Josep Lluís Carod -de donde se infiere que esa filfa de Estatuto sintetiza el pacto con España-. Si el Tribunal Constitucional tumbase el Estatuto -explicó el mismo Carod en una conferencia reciente- "resultaría que nosotros, tal como somos y queremos ser, no cabemos en España"; o sea que, pese a sus muchos defectos, el Estatuto expresa cómo somos y queremos ser los catalanes. Convergència i Unió debe "hacer piña" con el Gobierno "para defender el Estatuto", ha reclamado también el presidente de Esquerra. De Esquerra, que deslegitimó ese Estatuto justamente porque era fruto de un pacto a la baja urdido por Convergència...

Pero el propósito de este artículo no es hurgar en las contradicciones del partido republicano, sino mostrar hasta qué punto los acontecimientos de las últimas semanas están poniendo patas arriba la agenda programática del segundo Gobierno tripartito. Es público y notorio que la Entesa Nacional pel Progrés se constituyó, tres meses atrás, con el doble objetivo de aparcar o adormecer la reivindicación nacional -los debates identitarios, las disputas competenciales...- y de enfatizar las políticas sociales. En su discurso de investidura, José Montilla prometió "un Gobierno que consolide una sociedad del bienestar en sus cuatro dimensiones fundamentales: la educación, la sanidad, los servicios a las familias y la ayuda a las personas con autonomía personal reducida". ¿Hablaba sólo en nombre del PSC? No lo crean: todavía el pasado día 7 y en su condición de número dos del Ejecutivo catalán, Carod Rovira anunció "políticas sociales ambiciosas", describió Cataluña como "la patria de la igualdad de oportunidades y la calidad de vida" y reivindicó "un sistema nacional de bienestar" como rasgo básico de la identidad catalana, al mismo nivel que la lengua.

Pues bien, ya sea por casualidad o por propósito deliberado, el hecho es que desde principios de año el Gobierno de Rodríguez Zapatero -que no tiene, me temo, nada de posnacional- parece haber iniciado una ofensiva neojacobina en toda regla, y precisamente por el flanco de las políticas sociales. De los cuatro pilares de la sociedad del bienestar que el presidente Montilla enumeró el 23 de noviembre (educación, sanidad, atención a las familias y ayuda a las personas dependientes), tres acaban de recibir sendos torpedos bajo la línea de flotación: el decreto de enseñanzas mínimas pone en un brete las competencias de la Generalitat en materia educativa; la ley estatal de la Dependencia hipoteca gravemente la futura ley catalana de Servicios Sociales y las políticas cotidianas en este extenso terreno, y el anteproyecto de ley española de Adopciones Internacionales recorta también el margen de acción del Gobierno catalán en este ámbito de la política de familia. Si añadimos a todo esto que también la preservación del medio ambiente forma parte de la sociedad del bienestar, y que Madrid acaba de anunciar un decreto contra el cambio climático decididamente centralista e invasivo con respecto de las comunidades autónomas, el cuadro final resulta bien poco halagüeño para el autogobierno catalán.

O sea, que mientras Aznar se entretenía en hoscas disputas heráldico-sentimentales (las chapas de los automóviles, la obligación de levantarse y recogerse al escuchar el himno español...), el bueno de Rodríguez Zapatero apela al bolsillo de los ciudadanos y a la eficacia y racionalidad de los servicios públicos para homogeneizar las políticas sociales y hacerlas depender, en lo posible, de la Administración central. El propósito de fondo, con todo, es coincidente: qui paga, mana, y si cientos de miles de personas en Cataluña ven al ministerio del señor Caldera -por tomar el ejemplo de la ley de la Dependencia- hacerles la vida un poco más fácil, más cómoda, esas personas acabarán de comprender cuál es el Gobierno de verdad, aquel realmente importante, y cuál otro es una cosa sufragánea, una mera oficina ejecutiva de las decisiones tomadas en Madrid. ¡Y luego nos extrañamos de que la participación sea en las elecciones generales 20 puntos más alta que en las catalanas!

Con todo esto, con los oscuros presagios del vicepresidente Solbes acerca de la nueva financiación autonómica -no habrá más dinero- y a la vista del colosal embrollo en el Tribunal Constitucional, está claro que los anhelos tripartitos de gestionar plácidamente "lo que es necesario en las circunstancias de cada momento" (Montilla dixit) se han ido al garete. El Gobierno de Entesa quiso expulsar los conflictos de competencias, las tensiones territoriales por la puerta de la política, y han regresado por la ventana de lo social. ¿Concluirán de ello PSC, Esquerra e Iniciativa, juntos o por separado, una nueva agenda de prioridades? La solución, quizá, dentro de 100 días justos: los que faltan para las elecciones municipales.

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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