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Madre sin hijas

Cuando yo era pequeña, las niñas jugábamos a un juego. Se enfrentaban literalmente una niña, la madre sin hijas, y otra, con familia numerosa, y en una danza simple y cruel, a base de salmodia y elección, la madre sin hijas iba adoptando a las niñas excesivas del continente de enfrente, según sus preferencias. Era un juego demográfico y aleccionador, que ponía jerarquías entre todas nosotras. Primero las madres, líderes naturales. Después, las hijas más favorecidas por el deseo. Y luego las últimas, que nunca irían a buscar las llaves al fondo del mar, y que, si terminaban yendo, sería con un nombre espantoso, aceptado por la madre biológica para escarnio y befa de la adoptada.

Obviamente, no era un juego igualitario, pero, ¿quién dice que de verdad seamos iguales? Un amigo me manda los resultados de una investigación de Naciones Unidas, recién publicados por La Nación de Buenos Aires, que no es un diario de extrema izquierda. Estudiando las propiedades familiares de bienes tangibles, el 2% de las personas tiene más de la mitad de la riqueza total del planeta -casas, tierras, acciones, coches, ropas, electrodomésticos, etcétera- y la mitad más pobre de la población adulta del mundo (el 50%) posee, entre todos, apenas un 1%. Geográficamente también es de llorar: el informe señala que la riqueza familiar está concentrada en Estados Unidos, Europa, Australia y Japón. Entre nosotros poseemos el 90% de las propiedades privadas planetarias. Estados Unidos tiene el 34%, con sólo el 6% de la población mundial adulta, y Europa, el 30%.

Lo de los más pobres tampoco es sorprendente: toda América Latina, con sus ricos incluidos, el 4%, y África entera, de Norte a Sur, el uno. La superpoblada China tiene el 3%, y la India, otro 1%.

Si cruzamos estos datos con los de crecimiento demográfico, la cosa va de calambre. Justo en las áreas pobres tienen lugar el 90% de todos los nacimientos. En los próximos diez años, la población del mundo industrializado crecerá en 56 millones de personas, mientras que la del llamado Tercer Mundo lo hará en más de novecientos. Y si añadimos, puestos en amargar la existencia, una miradita al estado de felicidad del personal, resulta que mil millones de personas padecen de malnutrición y 400 millones están crónicamente subnutridas. Y así nadie puede ser medianamente feliz. ¿A quién puede extrañarle que esas madres con hijas las manden a buscar las llaves?

Hace ya unos años, las líderes italianas de las redes de mujeres empezaron a hablar del deber de la adopción. Del deber moral de la adopción. Toda familia que pueda mantener y dar vida digna y educación -no ya sólo comida, pero ya eso sería bastante muchas veces- a un niño más, tiene el deber moral de hacerlo. Claro que esas líderes feministas tienen su visión de lo que es lo humano, de lo que son los países ricos y su papel, y del respeto que merecen las personas que ya han nacido. Donde sea. Y de lo que son los hijos. Que no hace falta parirlos, y eso lo sabe la Ley, que iguala a los adoptivos y los carnales. Yo creo que se creen la Declaración Universal de Derechos del Hombre, y se creen sobre todo lo de universal, y que sienten los datos apuntados más arriba, que son tozudos y reincidentes, como algo más que una estadística.

Por supuesto, no son tan ingenuas como para pensar la adopción como la solución de este estado de cosas, no. Y yo tampoco. Manejar proyectos de desarrollo sostenible, programas que se adelanten a la depauperación de los suelos y la anunciada catástrofe alimentaria, redefinir el papel de las mujeres en la administración de los recursos de los países deprimidos o en desarrollo, en fin, un trabajo por delante. Pero en el concepto del deber de la adopción se transparentan dos ideas: por un lado, se apunta una manera de entender Europa, la Europa que algunos queremos. Por otro, se personalizan los problemas, la conciencia de los problemas.

La Europa que algunos queremos no es una Europa aria. Es multirracial, multicultural y porosa, abierta y acogedora. En realidad, como ha sido de hecho siempre. Como le gusta imaginarse a la mejor Europa. Y subrayo "de hecho", porque, siempre también, ha habido en Europa una fuerza tribal y cavernaria que se ha manifestado en hogueras y días de cuchillos largos, que demasiado tiempo de nuestra historia ha tenido el Poder, que ha llevado el sufrimiento dentro y fuera de sus fronteras, las naturales y las antinaturales, y que se mantiene en algunos imaginarios, sin duda por problemas de educación moral y social.

Controlar la natalidad es un acto de responsabilidad, y acoger la emigración e integrarla, un acto de justicia. Aquella "casa común" que normaliza lo que es el mundo, lo que es la Humanidad, en un espacio que no sólo económicamente, sino también moral, política e ideológicamente, es privilegiado. Porque, bueno, no sólo somos ricos, aquí se han inventado los Derechos Humanos, ¿no?, pero no sólo para nosotros. Universales.

Un lema de la adopción es "a la normalización por la adopción". Que no es el único camino, ni siquiera el primero, pero que sí lleva lo común de lo humano a un lugar más allá de los prejuicios: a la familia, unisex o multisex, como reducto incondicional de afectos. Otra cosa no es familia. Esa incondicionalidad, que debería hermanar lo humano todo -la mismidad- es eminentemente contagiosa, una fuente de cordura para mirar, desde dentro más que desde los consejos de administración, estos temas de emigración, crecimiento y futuro de Europa. Y para definir, madres sin hijas al fin, si jugamos a las llaves.

Rosa María Pereda es periodista y escritora.

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