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Columna
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Los santos himnos

Hasta los últimos cánticos masivos en la manifestación de Madrid y la trifulca que ha seguido, no parecía que en España abundasen las pasiones por el himno y demás símbolos nacionales. Sólo en los últimos años banderas de España y tarareos de himno suelen acompañar a la selección, y la nueva todavía sorprende, sea por la falta de costumbre, sea por la insólita normalidad que la hinchada presenta en tales trances, sin los complejos de antaño. También sin las insanias de otros tiempos, que identificaban los símbolos (y la nación) con una determinada, y estrechita, forma de entender España. Pues ésta es la actitud que parece retornar y que se ha reflejado brutalmente en la manifestación de comienzos de febrero, en la que parecía que los movilizados querían sacar de España al resto a banderazo limpio.

Gusta más el que mata por la patria que el que muere por ella. Lo demás es ficción
Resultaba saludable el desapego por los símbolos patrios, cuando lo ha habido

Ellos son España, ellos la nación; los demás, que nos atengamos a las consecuencias. Lo sorprendente del caso es que quienes realizan tal despliegue y se autoidentifican con la auténtica España acabarán consiguiendo así invalidar la bandera, el himno... como símbolos nacionales. Gestan una nación para ellos solos y sobran los demás.

Más o menos, es lo que algunos nacionalistas vascos están logrando con la ikurriña, hace dos y tres décadas asumida como propia por la mayor parte de la ciudadanía vasca y que, por la desmesura, uso ramplón y exclusivista, va perdiendo el carácter de representación común que alcanzó, incluso para los no nacionalistas. No hay que suponer que este camino de ida y vuelta que está recorriendo la ikurriña disguste al nacionalismo, que siempre la ha entendido como la representación nacionalista del País Vasco nacionalista. En su concepto, no constituye el símbolo del País de los nacionalistas y de los no nacionalistas, una noción que quizás sea aberrante desde su punto de vista.

Resultaba saludable el desapego por los símbolos patrios, cuando lo ha habido. Los entusiasmos simbólicos, de la patria que se trate, suelen ir asociados a las macabras ideas de que hay gente que ha derramado la sangre por estas cosas y que hay que estar dispuestos a repetir la faena, lo que no deja de provocar algún estremecimiento. Por eso inquietan estos arrebatos descontrolados de quienes entienden que su concepto de nación es el único admisible, el auténtico, y que deben imponérselo al resto a toda costa, a la brava si es preciso.

Están dispuestos por ello a sacar los ojos a sus compatriotas, descalabrarles a mastilazos o ensordecerles con los himnos banderizos. Desazona este enardecimiento de los patriotas patrióticos, llámense vascos o españoles, cuya principal misión nacional parece consistir en ahondar las fisuras con sus conciudadanos, que se sientan a disgusto, demostrarles que no forman parte de su nación y que quieren echarles de ella, a no ser que les entren los mismos arrebatos histriónicos.

Es posible que los nacionalistas -todos, vascos, españoles, franceses, suecos, chinos,...- crean sinceramente que su patria, su nación, se caracteriza por el amor a la paz, la convivencia y el progreso, pues de ello suelen hablar los discursos nacionalistas en cualquier parte del mundo. Pero, contradictoriamente, las letras de los himnos nacionales suelen hablar de lo contrario, sean los de Francia, Estados Unidos, México, Italia, Portugal,... -los himnos español y vasco resultan excepción, no tienen letra-. Son exaltaciones bélicas, hablan de combates, armas, sangre, cañones, victorias, bombas, tiros,... Gritos de guerra. Puede siempre la agresividad y la convicción de que hay un enemigo.

En general, los nacionalistas, cualesquiera que sean, escriben poemas y elaboran leyendas en recuerdo del patriota que grita "viva la patria" mientras muere pisoteado por los caballos del enemigo, o bajo las ruedas del tanque, que vienen a ser lo mismo; en esto no pasan los siglos. La escena romántica remite al poder telúrico de los gritos ancestrales, pero al que le levantan los grandes monumentos, dedican las principales calles y plazas y recuerdan como principal héroe nacional no es al que sucumbe a los pies de los caballos o machacado por las orugas del tanque enemigo, sino al que conduce un tanque o monta airado en el caballo y, con vítores a la patria, mata, ametralla, aplasta o atropella al enemigo. Si lo hace de forma cruel no importa, pues el amor a la patria lo justifica todo. Gusta más el que mata por la patria que el que muere por ella. Lo demás es ficción.

Se debe a que el nacionalismo no es una doctrina que pretenda de sí misma validez universal y que ensalce valores positivos para toda la humanidad. Los nacionalistas (españoles, franceses, alemanes, de donde sean) suelen considerar que es lo natural que el mundo se divida en pueblos y naciones, pero entienden que los valores propios son distintos a los del resto, no universales. Además, en su ideal, las naciones están en vigilia permanente para resguardarse de otras naciones, defender lo suyo y quizás quitárselo al vecino, convencidos de que es propio. Pero el principal enemigo de los nacionalistas no es el extranjero, sino el de casa. Como no conciben que haya ciudadanos sin sus estremecimientos nacionales, luchan siempre contra los que tengan tal tara, pues les consideran un estorbo y el principal obstáculo para que se desarrolle su idea de patria. A lo largo de la historia los nacionalistas han combatido, en nombre de la patria, sobre todo a sus compatriotas, que en su teoría formarían parte de su nación, por no ajustarse a lo que ellos piensan que deberían ser.

Por eso, el reciente resurgimiento de los símbolos patrios, el repunte de la agresividad nacionalista y la apropiación partidista de la nación no auguran nada bueno. En realidad, forman parte de lo más grave que nos está sucediendo, dentro de la vorágine de desastres que están cayendo sobre nosotros.

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