Vidas adoptadas
Anne Tyler ha escrito una sátira sobre el casi siempre forzado mundo de la corrección política en Estados Unidos y su multiculturalidad a través de una historia muy doméstica.
PROPIOS Y EXTRAÑOS
Anne Tyler
Traducción de Gemma Rovira
Alfaguara. Madrid, 2007
302 páginas. 19,50 euros
En una entrevista, a una pregunta acerca de cuál era su escritor de literatura popular y/o best sellers favorito, John Updike respondió así: "Yo leo a Anne Tyler. ¿Es ella el tipo de novelista al que se refieren, no?". La respuesta de Updike era tan ingenua como maliciosa porque, de acuerdo, esta autora vende mucho en su país pero, para el autor de Corre, Conejo, también es lo que, se supone, debería ser toda firma de éxito: alguien con buena prosa, excelentes tramas y un perfecto dominio de técnica y estructura novelesca. Aclarado esto, no hace falta decir que, por lo general, quienes suelen coronar las listas de ventas de cualquier país del mundo no acostumbran a tener y gozar del nivel de Tyler (Mineápolis, 1941) y que probablemente nunca lo tengan.
Desde 1964, Tyler (hija de
activista social, educada en comunas cuáqueras, casada desde 1963 y hasta su fallecimiento en 1997 con un psicoanalista iraní, poco afecta a fiestas y entrevistas, y ganadora del Pulitzer y del National Critics Award) ha venido pintando su aldea por elección -Baltimore- a lo largo de diecisiete novelas cuyos tonos han ido cambiando un poco sin por eso alterar su estética ni su ética. Las cuatro primeras recuerdan un poco al Salinger de los comienzos y a la Carson McCullers de siempre; pero es a mitad de carrera cuando Tyler encuentra su punto justo y un puñado de títulos a los que no cuesta calificar de perfectos: El tránsito de Morgan (1980), Reunión en el restaurante nostalgia (1982, admirada por Eudora Welty, favorita de Tyler), El turista accidental (1985) y Casi un santo (1991) son como novelas de John Irving, pero en las que el fatalismo vence a lo grotesco, en las que sus familias disfuncionales no arrancan carcajadas sino sonrisas y donde las situaciones se suceden con la cadencia de un melancólico vals y no de un avasallante himno de batalla. Desde entonces -con las destacables excepciones de A Patchwork Planet (1998) y El matrimonio amateur (2003, donde era magistral el uso de la elipsis)- las más recientes novelas de Tyler, sin caer en las trampas de una chick-lit para mujeres maduras, sí producían la casi incómoda sensación de estar leyendo casi edulcorados manuales de autoayuda para divorciadas, fugitivas y viudas.
Propios y extraños, en cambio, es una -otra- nueva Tyler sin que esto signifique traicionar las virtudes de las anteriores y arranca con uno de esos comienzos tan suyos donde lo cotidiano parece estar teñido por los colores trascendentes de un destino preestablecido: dos parejas -una de típicos norteamericanos, Bitsy y Brad Donaldson y otra de iraníes-americanos, Ziba y Sami Yazdan- aguardan en el aeropuerto de Baltimore la llegada de Jin-Ho y Sooki, un par de niñas coreanas que han adoptado. Los mesurados Yazdan y los entusiastas Donaldson -alentados por la alegría de la casualidad- se hacen amigos y comparten fiestas anuales entre 1997 y 2004. Y el padre viudo de Bitsy se entusiasma con la madre viuda de Sami, Maryam, quien funciona como el verdadero centro moral y reflexivo de todo el asunto a la vez que de ojo crítico con el carácter expansivo de los locales que siempre acaba anulando al de los eternos visitantes. Y -apenas disimulada bajo los velos de lo familiar- de lo que aquí se trata, lo que Tyler consigue, es una muy seria sátira de la por lo general forzada corrección política en un Estados Unidos que se enorgullece de su multiculturalismo pero, a la hora de la verdad, y en especial luego de aquel 11 de septiembre, no sabe muy bien qué hacer con toda esa gente de nombre raro. Pertenecer o no pertenecer -sin importar los años vividos allí- es aquí el interrogante que, para Maryam, trasciende al de ser o no ser. Así, el ritmo de comedia doméstica es la perfecta excusa para que -quizá cuando nadie lo esperaba de ella- Anne Tyler haya escrito, más allá de su final feliz y un tanto dulzón, la más sutilmente original y amablemente cruel novela política de los últimos tiempos. Una novela que en un mundo perfecto o por lo menos mejor -ese mundo en el que piensa y escribe John Updike- debería ser best seller aquí, allá y en todas partes.
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