La nueva clase
La democracia ha dado lugar a la formación de una nueva clase olítica municipal.
COHECHO, prevaricación, fraude; recalificaciones, convenios urbanísticos, pelotazos; falsedad en documento, sobornos, especulación: todo esto y mucho más de la misma especie es parte de un nuevo lenguaje político que desde el pionero experimento marbellí se ha extendido por la Península y las islas hasta formar una especie de estado dentro del Estado, con sus reglas y su moral. Un lenguaje, como ahora se dice, transversal, o sea, que afecta en mayor o menor medida a toda la clase política, algunos de cuyos representantes emergen de vez en cuando a la superficie y a la notoriedad pública, entre policías camino del juzgado gritando contra el Gobierno.
¿Cuántos son? ¿Hasta dónde afecta esta marea de corrupción municipal al conjunto de nuestra clase política? No lo sabemos; pero lo que sí vamos sabiendo es que la democracia ha dado lugar a la formación de una nueva clase política municipal: los alcaldes se perpetúan al frente de sus consistorios, rodeados de concejales que han anudado vínculos de amistad y de clientelismo con todo tipo de promotores y suministradores de servicios. La corrupción es planta de fácil arraigo, pero necesita algún tiempo para crecer y robustecerse: son precisos contactos, saber con quién te la estás jugando, mirar más de una vez a los ojos del otro para convencerte de que estás ante un tipo digno de fiar.
¿Qué vínculos son ésos? ¿Cuántos alcaldes y responsables de urbanismo son clientes o patronos, familiares o amigos de constructores, promotores y demás poceros? Es difícil saberlo. A diferencia de la célebre nomenclatura soviética, se trata de una nueva clase poco estudiada, mal conocida. Pero si un alcalde entre policías dice a su gente que se lo llevan al juzgado por orden del Gobierno es porque cree que todos hacen lo mismo que él. ¿Es así? Si fuera cierto que -como este mismo periódico revelaba hace un año en una de aquellas estupendas páginas de Investigación y análisis- son 130.000 millones los euros que circulan por España en dinero negro, y que la mayor parte de ese dinero tiene que ver con la construcción, entonces es seguro que todo lo que en este año ha salido a la superficie es sólo la puntita de un iceberg inmune al calentamiento global.
Punta de un iceberg: se podría partir de esa hipótesis, tal vez exagerada, pero útil si lo que se pretende es poner remedio. Y aquí es donde surge la cuestión: ¿alguien quiere o está dispuesto a poner remedio? Dicho de otra forma: ¿es posible que se haya llegado a una situación de estas características sin que la clase política en sus diferentes niveles autonómico y estatal se haya dado cuenta? Otra cosa más que no sabemos. No sabemos, en efecto, si por impotencia o por hacer la vista gorda; por exigencias de financiación de los partidos o por considerarlo el mejor lubrificante de un boom económico que en tres años más nos situará en cabeza de Europa -¡por encima de Alemania, oiga!-, o simplemente porque los ayuntamientos pueden hacer de su capa un sayo y de su territorio una gallina de huevos de oro, lo cierto es que nadie pone coto a tanto desmán.
¿Y por qué lo habrían de poner -dicen, cuando los pescan con las manos en la masa- si sólo con una decisión administrativa el valor de la mercancía suelo se puede multiplicar por 10, por 100, por 1.000? Basta modificar un plan urbanístico, recalificar un terreno o, para los más audaces, empezar a construir en los bordes de la legalidad. Para cuando un poder del Estado en forma de inspección fiscal o de juzgado de instrucción se entera y, lo que es más inverosímil, recoge datos suficientes y decide intervenir, el negocio está hecho, la urbanización construida e incluso el agua canalizada.
No tiene una explicación racional que tantos alcaldes se hayan sentido tan inmunes a la mirada de poderes externos al propio municipio como para cometer actos de prevaricación o cohecho si no se sentían a la vez protegidos por su propio partido en el nivel que fuese. No suele ocurrir -en realidad, nunca ocurre- que un partido obligue a un alcalde a renunciar a su puesto antes de que un juez le haya llamado a declarar. Paradójicamente, lo que se conoce es lo contrario: el Partido Popular acaba de expulsar a dos concejales por denunciar irregularidades urbanísticas ante la Fiscalía Anticorrupción.
Sin necesidad de repetir, con el demagogo, "todos son lo mismo", es inevitable preguntar, a la vista de tanto facineroso como anda metido en la política municipal: ¿es ésta la nueva clase política que ha creado la democracia?
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