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Columna
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El fútbol es 'neocon'

En lo más acendrado de nuestra cultura se encuentra la aversión a los ricos, un sentimiento que nos hace implacables censores del patrimonio ajeno. No se puede dudar de que haya gente que ha hecho dinero por medios deshonestos, pero tampoco de que en el imaginario colectivo no es el rico estafador o despiadado el que molesta: el que molesta es el rico, sin más ni más. Aún así, hay una categoría de ricos con la que somos indulgentes: el suertudo, el que se hace rico de chamba, el que tropieza con la pasta sin la más mínima inversión de talento, ni de esfuerzo, ni de paciencia.

En la moral popular, lastrada por un catolicismo atávico y reforzada más tarde por los odios de clase, el que gana dinero mediante actividades productivas suscita una inacabable aversión, mientras que el que lo gana en la lotería, en las quinielas o en el bingo se convierte en un héroe para el pueblo. Alguien forja un patrimonio tras décadas de esfuerzo y le deseamos la visita de una patrulla de comisarios bolcheviques, pero alguien tropieza con el número agraciado en cualquier sorteo pintoresco y nuestros ojos lagrimean de ternura y compasión. Resulta odioso quien consigue dinero trabajando, pero aquel al que le ha llovido del cielo le invitaríamos, de tan simpático, a comer. Y no basta para explicar este fenómeno la natural inclinación que podríamos sentir a identificarnos con el millonario accidental: eso nos llevaría, como mucho, a sentir piedad por el que hace fortuna agotando su vida en el intento, pero no a odiarlo con la intensidad con que se le odia habitualmente.

Esta ley tiene una importante excepción en el deporte. Ahí apreciamos de buena gana al que triunfa gracias a su esfuerzo. Ahí admiramos la excelencia, el talento o la entrega, aunque tan nobles virtudes se inviertan en correr como alma que lleva el diablo, manejar con soltura un balón o ser muy bueno metiendo pelotitas en unos hoyos que salpican el césped. En estas actividades el pueblo sí legitima el esfuerzo y el sacrificio. Todavía más: ahí no sólo admite la competencia, sino que tolera, sin conflicto, la más brutal desigualdad de rentas.

Las masas pueden reprobar, incluso denunciar airadamente, que un buen empresario o un buen profesional obtengan mayores beneficios que sus compañeros menos laboriosos (la palabra "compañeros" es un término sindicalmente infernal), pero, tratándose del fútbol, nadie pone en solfa el estatus de ciertos millonarios, por más que en Segunda División peregrinen maduros y pesados centrales, atrapados por la suerte o la desdicha, que apenas alcanzan a mantener a su familia y que miran al futuro con temor. Las almas sensibles a la penalidad colectiva, los niveladores que detestan la excelencia, el sacrificio o la ambición, no tienen inconveniente en suspender sus principios cuando llegan a las gradas del estadio, del circuito o de la cancha de tenis; ahí sucumben a los embrujos del mercado y defienden el obsceno montante de los sueldos que cobran los mejores, sin atender a la melancolía o el fracaso de los que compiten allá abajo, en las divisiones inferiores, y que están acostumbrados a perder.

Por cierto, en el mundo del deporte no sólo se dinamitan las leyes de la igualdad, esas que exigirían que Ronaldinho o David Beckham ajustaran solidariamente sus ingresos a los de Segunda División B, sino que también decaen, sin escándalo de nadie, las conquistas más primarias del derecho del trabajo. Por ejemplo, entre los profesionales del deporte, el despido libre es ley. Asombra que los estratos más progresistas de nuestra sociedad tampoco le hagan ascos a mejorar la plantilla de su equipo contratando jugadores con talento y despidiendo, sin zozobra, a otros más indolentes, torpes, avejentados o reumáticos.

El fútbol es un juego apasionante y además, cuando se entiende, profundamente hermoso. Pero sorprende que, en el concepto de muchos, el fútbol sea tan importante como para no permitirse bromas y preferir que a su equipo lo gobiernen los criterios de la libre competencia y no ese instinto alternativo y solidario que llevó al Alcoyano a las simas del refranero español.

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