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Columna
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Un hito histórico fascinante

Como orgullosamente proclaman sus organizadores, esta muestra de Tintoretto constituye un hito histórico, para cuya corroboración no hace falta más que recordar que el único precedente es la que tuvo lugar en el Palazzo Pesaro de Venecia en 1937. Desde luego, la razón para esta escasa atención internacional para la promoción pública del genial maestro veneciano no es una falta de aprecio hacia su obra, sino que éste no se movió de su mítica ciudad natal y centró su principal esfuerzo en la realización de monumentales conjuntos pictóricos para iglesias y palacios locales, cuyo transporte es imposible o desaconsejable.

A pesar de este problema básico, el Museo del Prado era, en principio, la institución más obligada a plantearse el desafío, siendo su colección una de las más ricas del mundo en pintura veneciana del XVI, con sus tizianos, veroneses y tintorettos deslumbrantes y con la adopción de El Greco, sin los cuales, además, no se explicaría lo mejor de la Escuela Española, que germinó a su sombra. Por este mismo motivo, hace poco se montó en el Prado una soberbia exposición sobre Tiziano, que recibió merecidos elogios en todo el mundo, elogios que ahora se reduplicarán con la que ahora se inaugura sobre quien, tras la muerte de éste, se postuló como su heredero artístico.

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No es para menos, porque se han reunido para la ocasión 65 obras de Tintoretto, entre pinturas, esculturas y dibujos, la primera de las cuales está fechada en 1540, cuando el pintor contaba 22 años, y la última, en 1594, el año de su muerte, con 86; o sea: un recorrido a través de más de medio siglo de incansable producción. Por lo demás, mención especialísima merece quien ha sido su comisario, Miguel Falomir, jefe del departamento de Pintura Italiana del Museo del Prado y, asimismo, responsable de la anterior sobre Tiziano, porque también en esta ocasión es casi imposible hacer mejor su trabajo.

Flanqueada por dos impresionantes autorretratos, el juvenil realizado hacia 1547-1548, procedente del Museo de Arte de Filadelfia, y el senatorial, hacia 1588, del Museo del Louvre, toda la presente exposición recorre el salón central del Museo del Prado, salvo una salida lateral al comienzo, que se ha habilitado para escenificar el montaje original aproximado de algunos de los comparativamente pequeños cuadros riportati, que conserva el Prado, lo cual es un acierto indudable, como lo son las radiografías y dibujos allí también dispuestos con semejante intención didáctica.

Al margen de este fructífero recodo, el resto, como decíamos, orna la espectacular bóveda del museo, su auténtico espinazo, cuyas paredes han sido recubiertas con una bella y oportuna pintura azul, estando escanciado este recorrido longitudinal con sucesivos conjuntos, que van dando cuenta de los diversos periodos y temas de este fascinante manierista italiano, del que yo creo se ha dado la mejor explicación visual en vivo nunca realizada, una verdadera hazaña por la complejidad de fuentes, innovaciones, salidas, desvaríos y consecuencias de este genial y febril pintor, quizá uno de los más influyentes en el proceso de modernización del arte occidental hasta llegar a la actualidad, como se puede comprobar pensando, entre otros muchos, en, por ejemplo, Jackson Pollock o nuestro Barceló.

¿Qué más se puede añadir, al margen de que en esta muestra se multiplican las obras más increíbles procedentes de las mejores colecciones públicas y privadas del mundo? Como aquí no es posible una glosa de muchas páginas, me conformaré con reiterar mi admirativo asombro, a la vez que conjeturo que el público visitante recibirá un impacto inolvidable.

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