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Crónica:BARCELONA MUSEO SECRETO
Crónica
Texto informativo con interpretación

El Ritz, o el Palace

Últimamente mi querida tía-abuela María de las Mercedes tiene sobre la mesa de la salita un catálogo de Die Brücke en funciones de manoseado cofee table book o de bit of conversation, de forma que cuando me recuenta grandezas del pasado legendario y catástrofes de hogaño mientras tomamos café, el álbum de aquellos pintores excepcionales se abre en mis manos por la página de ese paisaje urbano de Ernst Ludwig Kirchner, Calle junto al parque Schöneberg: encrucijada de Berlín de edificios blancos, que mediante no sé qué alusiones formales, qué dislocada nostalgia y qué derrapajes de la lógica me coloca en el cruce de la Gran Via con Roger de Llúria, frente al Ritz, ahora llamado Palace. Vagamente sigo oyendo la querida voz de mi tía, pero sólo en parte estoy con ella, pues simultáneamente me encuentro en Berlín con Kirchner y en el Ritz con Poch Soler, aunque al primero no lo traté por razones obvias, y al segundo, cronista de sociedad al que corregí y cuadré tantos textos en años formidables -como los venideros, que se extienden ante nosotros como alfombras rojas-, no le presté la suficiente atención; de estas cosas uno sólo se da cuenta retrospectivamente, y entonces las figuras que se nos antojaban de tamaño mediano y regular adquieren dimensiones colosales. Ese cuadro del Ritz que hará tres o cuatro años hechizó a tanta gente en la Thyssen, adonde había llegado procedente de Milwakee, lo pintó Kirchner en 1911 o 1912, al poco de mudarse a Berlín como los demás miembros de El puente: Heckel, Schmidt-Rottluff, Pechstein, Bleyl, animados por la ambición de cambiar la pintura de su tiempo e imponer su nuevo arte de colores intensos, de pinceladas brutales, protoexpresionista, en la capital. Llegaron cada uno por su cuenta, en trenes diferentes y nocturnos como ilusionados conspiradores, pero en cuanto se instalaron en sus estudios y talleres El Puente se hundió, y buena parte de la culpa la tuvo el ego fenomenal de Kirchner, que al escribir una crónica del grupo se reservaba el papel de caudillo y de protagonista, relegando a los demás a categoría de figurantes: así, escribe Kirchner: "Kirchner hizo... Kirchner pensó... Kirchner pintó... Kirchner, ayudado por Heckel, creó... Kirchner dio un paso más allá...". A los figurantes les sentó fatal. Chiquilladas; ¡ah, Vanidad, vanidad dorada, sin ti no habría artistas ni nadie haría nada, y vegetaríamos bostezando y pidiendo todo el rato perdón, perdón! No, perdone usted. Está perdonado.

Luego a Kirchner lo enrolaron para combatir en la primera guerra mundial, pero sufrió de depresión nerviosa, se retiró a Suiza, durante varios años alivió sus agudos dolores físicos con inyecciones de morfina, y cuando los nazis confiscaron, destruyeron e incluyeron sus cuadros en la infame exposición Arte degenerado de Munich, se suicidó, a los 58 años de edad. Cuando veo su paisaje berlinés de la encrucijada Roger de Llúria-Gran Via, con esos edificios de un blanco empastado, esa pálida encrucijada de edificios burgueses, sólidos, al pie de los cuales se alzan unos débiles arbolitos y circulan unos pocos transeúntes, a la luz lívida de una mañana de domingo de invierno, me doy cuenta de que el Ritz es un lujo que doy por descontado, al que no presto atención ni siquiera cuando me toca entrar en sus salones, cada tres o cuatro años. Durante décadas fue la imagen del lujo internacional y cosmopolita, hoy agradablemente trasnochado. De hecho, todo gran hotel antiguo es una invitación al viaje, y sus puertas luminosas, umbrales hacia reinos de lujo, calma y voluptuosidad. Una embajada ideal para pedir asilo político.

Saldrías de tu suite y... si tenías mala suerte, en la puerta de al lado estaría un roquero tipo Mick Jagger tocándose las narices; pero a lo mejor estaba el traficante de armas Kashoggi en el quicio de su puerta, esperando el room service o, mejor aún, Xavier Cugat, en pijama y batín, con un pequinés en brazos, despidiendo a una corista, y se interesaría por cómo va lo tuyo y si has conseguido ya salvoconducto para salir de la ciudad sitiada.

-No, Cugui, todavía no -respondes, encogiéndote de hombros y en el tono más voluble. -Ya lo sabe usted: en este intratable país de cabreros, como lo definió un poeta con esa penetración propia de los de su gremio ¿no es verdad?, todo se demora y tarda, la burocracia es kafkiana. Si esto no cambia me veré forzado a vivir para siempre en el Ritz.

-No es mal lugar, se lo aseguro -diría Cugui.

En el salón de la planta baja, frente a los divanes donde se toma el té, el pianista teclea una canción de Nat King Cole y acodado a la barra del bar el espectro del cronista Poch Soler aguarda, como cada tarde, la aparición de algún rico y famoso en lo alto de la señorial escalera, para arrancarle una declaración en exclusiva.

¿Con quién vas a hablar hoy, Poch, de quién escribirás hoy las suculentas confidencias, que yo, tu privilegiado corrector, seré el primero en leer?... ¿Cómo? ¿Que no hay nadie?... ¡Por los poderes mágicos de mi pluma Pelikan, que desciendan ahora mismo por la escalera, en majestuoso pelotón, como en las apoteosis de cabaret o en la secuencia final de El arca rusa de Sokurov, las siguientes celebridades: Soraya la princesa triste; el pintor Dalí y un doctor entonces muy famoso; Uri Geller el mentalista; el actor Anthony Quinn y también Steve Mcqueen; don Eduardo Tarragona; el torero Dominguín; el sultán de Brunei con un turbante cuajado de diamantes, seguido de su harén; la actriz de moda, Coco Chanel... y todas las sombras del pasado, y todas las sombras del porvenir.

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