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Reportaje:

"Es posible sentirse somalí por encima de los clanes"

Las cooperativas de las organizaciones sociales mantienen en pie los escasos servicios públicos que sobreviven tras 16 años de vacío de poder

Ramón Lobo

Somalia es como la fábrica de azúcar de Jowhar, construida en los años treinta por los italianos: sólo queda en pie un esqueleto herrumbroso que amenaza con desplomarse. Entre los restos de aquel edificio colonial, tres jóvenes arrastran un enorme panel oxidado para colocarlo sobre un carromato tirado por un burro. "Es para una letrina", explica uno de ellos sin detenerse. Tiene miedo de una policía que aún no existe. "La fábrica fue destruida al estallar la guerra civil en 1991. Han pasado 16 años y la gente aún viene a saquear lo poco que queda", dice Mohamed Hasan, que trabajó en ella. Desde el hundimiento del Estado, Somalia ha generado una economía en la que todo se recicla: palos, piedras, hojalata, hierro, cartón... No es por el medio ambiente, sólo necesidad extrema.

"El Gobierno es débil, pero es mejor uno malo que ninguno", explica una trabajadora social
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En Jowhar, a 90 kilómetros al norte de Mogadiscio, existe un vacío de poder, como en el resto del país. Un Gobierno débil compuesto por antiguos señores de la guerra, y que depende del apoyo militar de Etiopía (y del económico de EE UU), trata de asentarse como autoridad tras el colapso de la Unión de Tribunales Islámicos en diciembre. Ese Gabinete tambaleante acaba de realizar una demostración de fuerza y le ha retirado los tecnicals (todoterrenos artillados) y casi toda la milicia a Mohamed Dhere, el señor de la guerra de Jowhar. No es voluntad de pacificación, son cuentas del pasado ajustadas por el presidente del Gobierno federal provisional, Abdullahi Yusuf, antiguo señor de la guerra de Puntlandia, a quien allí se recuerda con temor.

Cunshey Ahmed es presidente de Farjano (que significa "el canal del cielo"), una cooperativa dirigida por los ancianos -título tradicional africano- de los clanes hawiya y bantú y de sus consiguientes subclanes de Jowhar. "Empezamos en abril de 1997. Una época de inestabilidad y guerras interclánicas. Nacimos para detener la lucha. Después pusimos en marcha, junto a Unicef, un proyecto para dotar de agua potable a una ciudad cuya única fuente era el río Shabelle, un foco de enfermedades. Somos responsables del mantenimiento de la red. También hemos abierto una escuela gratuita y mixta con 650 alumnos", añade. "Queremos ser un ejemplo de que es posible trabajar juntos, de que es posible sentirse somalí por encima de los clanes", apunta Yaqub Sidaw, vicepresidente de la cooperativa.

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La Asociación de Mujeres de Jowhar es otro soplo de esperanza y de superación de la división clánica. En un cuarto trabaja Haluma Mohamed. Tiene 55 años y nueve hijos, todos vivos, una bendición en un país en el que el 22,5% de los infantes no llega a cumplir los cinco años. Su marido en paro, que se pasa el día sesteando en la casa, no sabe de su activismo. "Cuando llego tarde para prepararle la comida, me grita". Haluma, como la mayoría de las 100 mujeres que forman la asociación, no se sentía cómoda bajo los islamistas. "Cuando empezaron a prohibir el cine y la música, muchos dejaron de apoyarles. También vetaron el khat, una droga muy popular en la zona. Ahora estamos en un periodo de transición sin tanta seguridad. El Gobierno es débil y veremos si logra asentarse, pero es mejor uno malo que ninguno".

Las mujeres de Jowhar, como los ancianos de Farjano, rechazan la posibilidad de transformarse en un partido político. No lo expresan con palabras, pero saben que de momento existen demasiadas armas en la calle. Haluma se desternilla con la referencia de que podría convertirse en la Hillary Clinton somalí. "La religión no permite que seamos líderes, aunque es verdad que es el hombre el que ha destruido el país. Nuestro trabajo es social. Nacimos como asociación para socorrer a las mujeres en una situación en la que no había Estado y aún tenemos mucho que hacer".

A orillas del río Shabelle viven los bantúes, que en Somalia ocupan el último peldaño de la pirámide social. Los étnicamente somalíes, que no se consideran africanos -se sienten descendientes de Mahoma y de la reina de Shaba-, los desprecian. Los bantúes son agricultores y los somalíes, pastores nómadas. Nimca Ahmed es enfermera jefe del dispensario de Bullo-Shkih, en Jowhar, y es bantú. Niega que exista discriminación. Incluso sostiene que su comunidad tiene los mismos problemas que el resto del país con la ablación y la infibulación femenina. "Si no se sellan los labios pueden considerarte una cristiana".

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