Difícil unidad
El atentado de Barajas con el que ETA rompió el alto el fuego es un hecho que obliga a replantear teorías e hipótesis muy arraigadas en los partidos en materia antiterrorista, por razonables que en su momento las considerasen. Obliga al Gobierno a explicar no sólo que su optimismo era equivocado, como hizo Zapatero, sino las razones que le llevaron a no reaccionar frente a señales obvias que contradecían ese optimismo. Y obliga al principal partido de la oposición a reconocer que eran falsas sus acusaciones sobre las concesiones que el Gobierno ya había hecho a ETA.
No hubo ayer ni lo uno ni lo otro. Zapatero no dio una explicación de lo ocurrido, ni avanzó los criterios sobre los que, sobre la base de la experiencia, propone refundar la unidad contra ETA en el nuevo pacto multilateral que propuso. Y Rajoy no sólo no rectificó sus acusaciones, sino que las agravó con juicios de intenciones a voleo, incluyendo uno gravemente calumnioso que no rectificó cuando el presidente del Congreso le dio ocasión para hacerlo: que "si no hay bombas será porque ha cedido".
Casi lo único positivo de la jornada fue que Rajoy aceptara participar en la reunión de la Comisión de seguimiento del Pacto Antiterrorista propuesta por Zapatero como paso previo a una reunión de todas las formaciones democráticas para poner en común iniciativas de respuesta a la nueva situación. Con esa propuesta, el presidente buscaba un equilibrio entre el reconocimiento de que un partido con cerca de diez millones de votos y con el que tiene firmado un pacto en la materia no es uno más; y su intención de ampliar ese pacto a otras formaciones que en su momento no lo suscribieron. Ambas cosas son acertadas, pero faltó que Zapatero ofreciera a Rajoy una explicación de los motivos que le llevaron en su momento a renunciar a un aspecto esencial de aquel pacto: la negativa a negociar con ETA. Rajoy le recordó que en el programa electoral con el que ganó el PSOE las elecciones figuraba el compromiso de aplicar ese principio y de mantener vigente el pacto hasta la desaparición definitiva de ETA.
Ayer era una buena ocasión para explicar que era precisamente el éxito de la política de firmeza (orientada a la derrota policial de ETA) que recogía el Pacto Antiterrorista lo que permitió en 2005 explorar la posibilidad de un final pactado que evitase una sangrienta agonía de ETA y facilitase la integración de los 150.000 votantes de Batasuna en el sistema democrático. Había motivos para considerarlo verosímil. Pero antes de dar el paso de la resolución del Congreso, Zapatero debió asumir como una prioridad convencer al PP de que podían dar ese paso juntos; habría permitido concertar una respuesta también compartida si el ensayo fracasaba.
Es posible que Zapatero piense que es más prudente no adelantar sus propias propuestas para el nuevo periodo, a la espera de esa reunión con el PP y de la ronda de contactos del ministro del Interior con los demás grupos. Pero precisamente porque, como él mismo recordó, suya es la responsabilidad de dirigir la política antiterrorista, debió haber sido menos genérico a la hora de sacar las conclusiones de este fracaso con vistas a la nueva orientación. Por ejemplo, respecto a la separación radical entre lo que cabe acordar con ETA (reinserción) y lo que de ninguna manera puede ser sujeto de negociación con los terroristas.
Existen divergencias sobre a partir de qué grado de debilidad de ETA deja de ser imprudente la búsqueda de un final pactado; sin embargo, esa diferencia es ahora menos acusada desde el momento en que hasta los partidos nacionalistas admiten que Barajas no sólo ha arruinado esta tregua sino cualquier proceso planteado sobre la base de treguas de cualquier tipo: el abandono definitivo y comprobable de la actividad terrorista será en adelante condición para cualquier diálogo sobre la reinserción de los presos y activistas clandestinos. Rajoy admitió, aunque de manera oblicua, que (sólo) en esos términos podría contar el Gobierno con su apoyo. Luego hay alguna posibilidad de recomponer un acuerdo básico para el periodo inmediato, en el que nadie plantea repetir un proceso como el ahora roto. Zapatero dejó claro que Batasuna no podría presentarse a las elecciones sin cumplir los requisitos de la Ley de Partidos.
Rajoy se mostró dogmático y ofensivo contra el presidente del Gobierno. Incluso cuando pidió una aclaración final, que pudo utilizar para matizar sus despropósitos, la utilizó para remachar: como si sólo le interesara la destrucción política del adversario. Sus acusaciones desmedidas han envenenado la relación entre los dos grandes partidos, han fortalecido el narcisismo de los tontos que mandan en ETA (convenciéndoles de que habían conseguido todo eso que el PP decía que había concedido Zapatero) y han evitado una crítica racional a errores no tan graves pero ciertos cometidos por el presidente en su gestión de este asunto. A las razones políticas en favor del consenso de PP y PSOE en esta materia habría que añadir la conveniencia de evitar el traslado de la bronca entre ellos a todo tipo de asociaciones, colectivos profesionales (jueces, por ejemplo) y hasta a las relaciones personales entre particulares. Es incomprensible lo que está pasando tras el brutal atentado del 30 de diciembre.
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