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Segunda presidencia de Ortega

La elección de Daniel Ortega a la presidencia de Nicaragua arrastró un sinfín de temores. El 62% votó por otros candidatos, en parte, para impedirle el triunfo. Pese a la alianza con el cardenal Miguel Obando y Bravo, la candidatura vicepresidencial de Jaime Morales Carazo -líder de la resistencia en los 80- y su nuevo himno, Give Peace a Chance, pocos creyeron que Ortega fuera hombre nuevo. En realidad, importa poco si lo es o no pues las circunstancias hoy son otras. Nicaragua no es la misma de hace 16 años cuando Ortega le pasara la banda presidencial a Doña Violeta Chamorro. El país y su gente sí han cambiado. Vivir en democracia -si bien maniatada por el pacto clientelar entre el recién inaugurado presidente y el ex presidente y reo Arnoldo Alemán- ya es costumbre para los nicaragüenses. Los dos meses poselectorales dieron pie a un cierto optimismo. Ortega pidió un voto de confianza y la oposición, el sector privado y la sociedad se lo concedieron luego que se comprometiera a respetar las libertades y la propiedad privada. Ojalá que la madurez mostrada por todos en el período de transición se mantenga cuando la luna de miel llegue a su fin.

El mayor riesgo que corre Nicaragua bajo el Gobierno sandinista no es repetir el pasado remoto de los 80, sino que se afinque con más fuerza el pacto Ortega-Alemán. La contienda electoral abrió la posibilidad de un realineamiento de las fuerzas políticas, deslindadas en dos bloques liderados por el Partido Liberal Constitucionalista y el Frente Sandinista de Liberación Nacional. La Alianza Liberal Nicaragüense y el Movimiento Renovador Sandinista se desgajaron de sus respectivos troncos por su oposición al pacto.

El resultado, sin embargo, parece haber secundado los bloques tradicionales. El FSLN movilizó a su voto duro que ha girado entre 38 y 42%. El antisandinismo había representado alrededor del 55% que fue lo alcanzado en conjunto por Eduardo Montealegre (ALN) y José Rizo (PLC). Por otra parte, el FSLN y el PLC sumaron el 65%, mientras que Montealegre y Edmundo Jarquín (MRS) lograron el 35%. El electorado no se alzó contra los políticos tradicionales -como ocurrió en Venezuela (1998), Bolivia (2005) y Ecuador (2006)- ni apoyó mayoritariamente a los partidos antipacto.

Así y todo, esta lectura no muestra la película completa. Montealegre captó el voto útil a expensas del MRS. Los indecisos -que anteriormente inclinaban la balanza a favor del liberalismo- ahora, en parte, lo hicieron por el sandinismo. El voto de los jóvenes favoreció al FSLN. La abstención aumentó más del 20%. Tras la pantalla de los bloques históricos se encuentran zonas soft del electorado que ningún partido puede tomar por sentado. Además, los electores que se abstuvieron por primera vez -el grueso, aparentemente, del liberalismo- bien pudieran regresar a las urnas.

El presidente Ortega enfrenta una realidad nacional compleja. En primer lugar, tendrá que demostrar con hechos que merece la confianza ciudadana. Su aceptación ante la opinión pública ha subido notablemente porque ha tendido puentes. Gobernar sumando es, no obstante, territorio virgen para los sandinistas. Segundo, Ortega le creó un sinnúmero de expectativas a sus electores y al 70% de la ciudadanía que vive en la pobreza. Para satisfacerlas mínimamente, necesita mantener la estabilidad macroeconómica a la vez de encontrar o liberar recursos que le permitan aumentar el gasto social. Por último, las relaciones internacionales también requerirán un fino balance sin precedentes. Si bien una relación más estrecha con Venezuela es inevitable, Ortega no debe perder de vista a Nicaragua que nada ganaría si se mezclara en conflictos generados por otros.

Seis de cada 10 nicaragüenses confía en que Ortega manejará bien la economía y la misma proporción teme que debilitará la institucionalidad y fortalecerá el pacto con el PLC. Durante el período poselectoral, Ortega fue extraordinariamente cauteloso cuando de economía se trataba. No así con la primera tarea política de envergadura que no era sino conformar la directiva de Asamblea Nacional respetando su pluralismo. El FSLN y el PLC hicieron lo contrario: amarraron el control legislativo a espaldas de la ALN -relegada a los dos puestos de menos poder- y del MRS que no figura para nada.

Si la economía marchara bien y se redujera la pobreza, los nicaragüenses mantendrían la confianza a Ortega. Si el pacto siguiera funcionando como hasta ahora repartiendo puestos al FSLN y al PLC, la sociedad posiblemente seguiría resignada. El pactismo se entronizaría como el PRI lo hiciera en México. Si, de lo contrario, las fuerzas pactistas se pasaran de la raya, por ejemplo, mediante una reforma constitucional pro la reelección presidencial, la ciudadanía pudiera despertar. El mejor porvenir lo forjarían la ALN, el MRS y una sociedad civil fuerte si llegaran al 2011 con fuertes posibilidades de desplazar a los pactistas de la presidencia y la Asamblea Nacional. De ser así, Nicaragua daría el paso que le faltaba en el camino a una democracia plena: el primero fue el triunfo de la revolución sandinista y el segundo, la elección de Doña Violeta.

Marifeli Pérez-Stable es vicepresidenta de Diálogo Interamericano en Washington, DC y catedrática en la Florida International University en Miami.

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