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Columna
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Palabra de vasco

La bomba de Barajas no sólo afectó a la estructura de la T-4 y al proceso de paz -además de asesinar a dos jóvenes ecuatorianos-, sino que ha afectado también a las palabras. Veo cómo estos días los comentaristas cercanos al PP se afanan en analizar algunas palabras que consideran claves en las intervenciones últimas del presidente Zapatero: accidente, suspensión, desaparecidos, violencia, diálogo. Con ese puñado de palabras construyen un relato de intenciones que no sólo indaga sobre lo que pudo ocupar la mente del presidente en los primeros momentos de estupor, sino que pretende además revelarnos el proyecto que esa mente alberga para nuestro inmediato futuro. Los desaparecidos siempre pueden aparecer vivos -esperanza que con seguridad también alimentaron las primeras horas los familiares de las víctimas-, la suspensión siempre puede ser revocada -si se confirma, por ejemplo, que el atentado es obra de algún comando loco desgajado de la disciplina de la organización-, la palabra violencia siempre parece más suave que la expresión terrorismo -aunque fuera esa, violencia, la expresión utilizada en el acuerdo parlamentario de 2005, acuerdo al que una y otra vez recurría el presidente en su comparecencia primera ante la prensa-, etc. etc. Va de sí que esas palabras pueden recibir también otras interpretaciones, todas las que les queramos otorgar, pero demos por bueno que todas ellas reflejaban un estado mental de incredulidad, de incapacidad de asumir que el relato en vigor apenas horas antes ya no tenía validez alguna. El presidente Zapatero, al que se le veía agarrotado -noqueado, en opinión de algunos- seguía instalado en la situación previa a la catástrofe, situación a la que sus palabras aún trataban de acogerse. Pero la situación era radicalmente distinta, y esas palabras ya no valían.

De todo ese ramillete de palabras, hay una que se mantiene en las intervenciones del presidente y que, al menos en estas latitudes, está adquiriendo ahora mismo una resonancia que apesta. Es una palabra clave en el discurso del presidente, aunque sospecho que, pese a su querencia por ella, va a tener que dejarla a un lado o al menos limitar su uso. Esa palabra es diálogo, palabra que aquí, entre la vaskerie, se ha convertido en un término hueco, más que equívoco, que es lo que le suele ocurrir a aquello que se pide cuando ya se tiene. Es como si el gigante Briareo, que creo que tenía cien brazos, pidiera que le dieran lo que le faltaba, es decir, un brazo. En esa situación la palabra brazo no significa nada, exactamente igual que diálogo en la nuestra. Así, cuando le oigo al presidente Zapatero reclamar diálogo ante el señor Rajoy, con el que acaba de dialogar durante más de una hora, esa palabra me suena a clave marchita. No, al señor Rajoy no le puede reclamar diálogo; le podrá reclamar un acuerdo, o un compromiso. El diálogo lo podrá buscar con aquellos con quienes no puede dialogar, con ETA-Batasuna, por ejemplo, organizaciones que se hallan fuera del ámbito democrático, que es un ámbito dialógico. Ese diálogo es, hoy por hoy, imposible, y si algún día tiene lugar -y soy de los que consideran que tendrá que acontecer- le corresponderá mejor el nombre de negociación que el de diálogo. Negociación - aunque sólo sea sobre armas y presos- precisamente para que se incorporen al ámbito dialógico.

El lehendakari Ibarretxe -que es el peor lehendakari que ha tenido este país, porque hasta ahora sólo ha sembrado discordia- nos ha convocado a una manifestación por el diálogo y la paz. ¿Pretende acaso el señor lehendakari que se dialogue con quienes acaban de romper el diálogo -palabra de vasco- cometiendo una monstruosidad? No, no nos engañemos, lo que el señor Ibarretxe -y los demás nacionalistas que cacarean estos días diálogo, diálogo- quieren en realidad es que se dialogue con ellos, con quienes no hay restricción alguna para hacerlo y se puede dialogar a cualquier hora del día.

Lo que de verdad quieren es una negociación, para la que veían una ocasión pintiparada en el fenecido proceso y que ven que se les escapa como el ángel de los suspiros. Diálogo significa en este caso negociación, y si a Ibarretxe le negocian su plan cualquier proceso le puede parecer el de Kafka. De ahí este afán por sembrar la confusión y por embarcar a la población vasca en iniciativas que le sirvan para su propósito exclusivo. Iniciativas que desean condicionar la marcha de los acontecimientos y entorpecer decisiones, tal vez incluso de su propio partido, que no le vayan a ser favorables. Si lo que pretende es, una vez más, sembrar la discordia entre los dos partidos gobernantes hoy en España y en Euskadi, e imponer, también una vez más, la uniforme voz del nacionalismo frentista sobre la plural realidad política vasca, en ningún caso debe conseguirlo.

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