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Columna
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Silencio, ruido

Los lectores de prensa suelen ser menos crédulos (o quizás más honestos y muy probablemente menos cínicos) que los críticos de arte. Quiero decir que un columnista difícilmente puede, por la cuenta que le trae, ceder a la tentación de la columna en blanco. Ningún lector aceptará sin más la columna desnuda, inmaculada. Nadie se tragará la especie del artículo desarticulado, triturado, molido, exprimido, evaporado, ausente. Ningún crítico glosará la columna invisible. Da lo mismo que el columnista tenga el cerebro en barbecho (por ejemplo, después de unas intensas fiestas navideñas) o que se sienta enfermo ante la sola idea de tener otra vez que escribir sobre el maldito tema que desde hace decenios hipoteca la vida de su país.

Al columnista le gustaría ser -cuando la actualidad se empeña en desviarle de sus más inmediatos intereses- artista plástico, autor de cotizados lienzos blancos o, por lo menos, músico como su admirado John Cage. En la música (como en la poesía) el silencio forma parte esencial de la obra. Los silencios son siempre elocuentes, tanto o más que las viejas palabras desgastadas. Cage tuvo los arrestos y el genio necesarios para hacer que la orquesta enmudeciese frente a sus partituras: los intérpretes se sientan en silencio ante sus instrumentos y comienza la música casual sin que ellos intervengan. Pero por más que el columnista sueñe con la música no intencional de Cage o la mudez del poeta Paul Celan, la realidad le obliga con su ruido a escribir sobre el maldito tema que desde hace decenios hipoteca la vida de su país.

El silencio de ETA nos ha dejado hablar y escribir de otras cosas en los últimos meses. Nos ha dejado respirar y pensar. No ha sido suficiente. Nos ha dejado comprobar que hay vida más allá de la agónica existencia de esa organización que nos quiere imponer su partitura. Algo muy peligroso. Daba lo mismo que los analistas se dedicasen a descifrar el silencio elocuente o inquietante del plomo. ¿Quién tenía razón? Ahora, entre otros ruidos, tenemos que asistir a discusiones bizantinas sobre quién estaba en lo cierto y quién se equivocaba interpretando los silencios (el silencio) del terrorismo etarra. Silencio relativo, porque jamás dejamos de percibir la música de fondo de la kale borroka, que es como el preescolar del terrorismo, es decir, la violencia de baja intensidad. ¿Qué querían decirnos si es que querían decirnos algo que no supiéramos? Es evidente que ETA no utiliza el silencio como John Cage. De la misma manera, parece claro que su naturaleza no se aviene con el silencio. Su lenguaje tiende a ser explosivo y su sintaxis férrea y tirando a plomífera. Son monolingües. Su único idioma es la violencia. Es triste; también algo ridículo que esta gente te obligue a constatar lo obvio.

La viñeta de El Roto del pasado jueves en este periódico era bien elocuente: "Sin atentados, nos estábamos quedando en nada", dicen dos encapuchados empuñando una especie de lanza-granadas. El silencio del músico o del poeta no tiene, por supuesto, nada que ver con el de nuestra banda terrorista ni con ninguna otra. El arte proporciona placer al receptor. Tristeza, daños, pérdidas y angustias se transforman, pasadas por el lenguaje no convencional del arte, en otra cosa que nos da placer (lo recordaba Antonio Gamoneda, último Premio Cervantes, hace apenas dos meses). El terrorismo, si no te aterroriza, si no te da pavor, si no administra muerte, pierde toda razón de ser y de existir. Terrorismo y dolor quieren decir lo mismo.

¿El terrorista está hecho, constituido físicamente para dialogar? Va a ser que no, diría un adolescente. No lo está. El terrorista tiene un oficio único y un único idioma difíciles de cambiar (los que deben cambiar son los otros). El terrorismo, por definición, no calla, sólo tartamudea entre una frase y otra. Sus silencios nada tienen que ver con los hermosos poemas de Celan o la azarosa música de Cage. Su canción (o más bien cantinela) no varía. Algún día, sin embargo, dejaremos de oír el silencio entre una bomba y otra (que es la respiración del monstruo). Y todavía muchos estamos persuadidos de que será más temprano que tarde. Alguien tendrá que hablar (alguien que sepa hacerlo o esté dispuesto a alfabetizarse en el nuevo idioma) y alguien tendrá que desaparecer. La secuencia ruido-silencio-ruido dejará de morderse la cola de serpiente y podremos dejar de escribir sobre el tema que desde hace decenios hipoteca la vida de este país.

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