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Columna
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Casi

Como Sísifo andamos los españoles en general y los vascos en particular, condenados, desde hace décadas, a empujar la roca de la esperanza montaña arriba, a alcanzar con ella la cima o por lo menos cierta altura, y a verla precipitarse otra vez pendiente abajo. La mayoría de nosotros no ha conocido en toda su vida otra cosa: primero la dictadura uno y luego la dictadura de ETA y este suplicio de empujar cuesta arriba la esperanza de ver por fin su fin; empujarla y empujarla monte arriba para, al cabo del esfuerzo, encontrarse otra vez con la esperanza por los suelos. He elegido el ejemplo de Sísifo pero hubiera podido acudir igualmente al de Prometeo, condenado a que le reconcomieran las entrañas un día sí y otro también.

Por mucho que intento resistir, contradecir la afirmación de que el terrorismo me puede, erigir contra él, en el mismo instante en que irrumpe, murallas de rebeldía, corazas de libertad, lo cierto es que me puede, que me obliga; que de muchas maneras, exteriores e íntimas, emocionales e intelectuales me condiciona, me interrumpe, me desplaza. Aunque es más exacto decir que me exilia, expulsándome de donde estaba hacia otra parte. Y lo he escrito en primera persona del singular, pero estoy segura de poder conjugarlo igualmente en nosotros. Nos puede el atentado de Madrid, nos exilia, obligándonos a parar, a atender, a mirar, a considerar su inconsideración; y a expresarnos, por activa o pasiva, en su estela, en el surco de su obra infame.

Y luego hay que "volver a la normalidad", reinstalarse en la corriente de la vida, hacer como si esa interrupción -como una apnea de la vida, un instante sin aire- no se hubiera producido o no marcara. Y sin embargo se ha producido y marca, enormemente cuenta. Cuentan las secuencias de pensamiento o de emoción que la bomba de Madrid ha cortado. Los brotes de ideas que ha marchitado. Qué era aquello que estábamos pensando o soñando o recuperando u olvidando; qué era aquello que nos estaba pareciendo importante o triste o delicioso justo antes de que alguien nos llamara para decirnos, ¿te has enterado? Cuentan inmensamente los brotes de idea perdidos, y los nacidos en su lugar, en su puesto vacío.

Y cuentan las causalidades truncadas. ¿Te has enterado? ¿De qué? Se rompe un eslabón de la cadena causal y el futuro cambia de rumbo. Si ese cambio es de un grado o de dos; o de norte a sur, o de la noche al día, nadie puede decirlo. Nadie puede calcular las consecuencias de una armonía y una lógica que de pronto se quiebran, enmudecen; y que, por haberse quedado un rato sin volumen, luego no pueden recomponerse de un modo afinado, inteligible.

No se pueden retomar las cosas donde se dejaron. No se puede regresar del lugar a donde la mente nos llevó en aquel momento. ¿Cómo volver de la esperanza ciega de que ese chico muerto bajo los escombros no estuviera allí, no hubiera ido a dormir a su coche, hubiera cambiado de planes a última hora sin decírselo a nadie? ¿Cómo volver de la esperanza de que esa bomba sólo hubiera provocado daños materiales, reparables? No se puede volver. No se puede hacer como si lo vivido íntimamente en aquel momento en que irrumpió el horror, no se hubiera pensado o sentido o concebido. No hay retorno. Habrá como mucho distracción u olvido, pérdida o renuncia.

No hay vuelta a la normalidad. Hay otra cosa que no es reanudación, que se acerca más a la idea de la duplicación, del doble. La vida vuelve a hacerse, clonada, en apariencia idéntica a la antigua. No es reanudación, se parece más a la idea de un renacimiento. El horror nos mata y renacemos, clonados a nosotros mismos, casi idénticos. "La tragedia es el único talento de la humanidad" ha escrito Kathryn Harrison. Lo acabo de recordar tal vez porque a nosotros la tragedia nos envuelve de muchas maneras, algunas de las cuales caben concentradas en ese casi.

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