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Las lecciones del proceso de paz

En el momento de la suspensión del llamado, mal llamado, proceso de paz, puede ser oportuno mirar hacia él, buscando sus puntos débiles, tratando de aprender para el futuro. Establecer una negociación con ETA que propiciase el fin definitivo de la violencia era a todas luces una operación razonable.

Venía justificada, en primer lugar, por la búsqueda del fin de una prolongada actividad terrorista. En el supuesto de que no se alcanzase este objetivo fundamental, justificaba la negociación, en segundo lugar, el intento de propiciar un distanciamiento entre la organización terrorista en sentido estricto y su aparato político representado por Herri Batasuna. Una ETA sin Batasuna será siempre objetivo más fácil de combatir que la ETA actual.

El anuncio del alto el fuego por parte de los terroristas, hizo oportuna la elección del momento para la negociación. En este punto, sin embargo, la dirección del Gobierno socialista cometería dos errores de consecuencias fatales para la misma. El primero, la decisión de afrontar la negociación sin arrastrar a ella al Partido Popular. Una decisión tan importante, como es la de intentar poner fin a una larga actividad terrorista, no puede ser afrontada de espaldas a la opinión del principal partido de la oposición. Las razones que pudieron empujar a la dirección socialista a asumir esta exclusión de los populares carecen de justificaciones de recibo. Si se buscaba la exclusión del centro-derecha de una operación de Estado de tan alto calibre, se estaba truncando una regla básica de la democracia. Si se pretendía con la exclusión el aseguramiento de un triunfo electoral, se manifestaba una similar deslealtad a las reglas de juego del sistema, además de un optimismo injustificado en que la operación iba a salir adelante con el fin de la violencia.

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El segundo error tuvo que ver con el terreno de la negociación. Desde un primer momento, el Gobierno socialista debía de haber dejado claro que las únicas materias a negociar, a cambio del abandono de las armas, tenían que ver con medidas de gracia para los presos y la legalización de Herri Batasuna. La concesión de estas medidas de gracia implica costes no pequeños. Especialmente, el coste de la injusticia que se puede cometer con las víctimas. El Gobierno debía haber emprendido desde un primer momento la negociación con las asociaciones de víctimas. Había que haber estudiado el calendario de la aproximación de los presos al País Vasco, de las excarcelaciones, del ritmo de incorporación de los presos a la vida civil. Por dolorosas que sean estas decisiones, a nadie se le escapa que deben ser asumidas como respuesta a una decisión de abandono definitivo de las armas. El Gobierno tenía vedado hacer ninguna concesión que afectara al orden constitucional. Este, sin embargo, sería el terreno en que se terminaría planteando la negociación, como consecuencia de la admisión de la mesa de partidos. Al reconocer una eventual existencia a esta instancia política, con inclusión en la misma de la ilegalizada Herri Batasuna, era inevitable que se plantearan cuestiones políticas del calibre del supuesto derecho de autodeterminación, la inclusión de Navarra en Euskadi o la reforma del Estatuto vasco.

Quizá el Gobierno pensó que el tema de las medidas de gracia era un argumento insuficiente para llevar adelante el proceso negociador. Se trataba de un razonamiento pesimista sobre el futuro de ETA. La toma de posición de la sociedad vasca, española y europea ante la violencia, en alianza con los avances policiales y judiciales en la persecución del terrorismo, permitían prever una situación de desconcierto en la dirección etarra. Ese desconcierto hacía especialmente costosa la continuidad de la violencia. Y en este contexto, las medidas de gracia podían haber sido suficiente argumento negociador.

La división entre el PSOE y el PP ante las conversaciones con los terroristas hubo de ser vista por ETA como una oportunidad para elevar el listón de sus demandas ante los enviados del Gobierno. Una vez aceptado el camino político que habría de suponer la mesa de partidos, todo les llevaba a pensar en la posibilidad de que el Partido Socialista aceptase todas o parte de sus de-

mandas políticas. La intervención del Partido Socialista de Euskadi habría de ser un motivo adicional para reafirmar a ETA en que las conversaciones políticas eran posibles. La hipótesis del fracaso mismo de las negociaciones, ante el escenario de desunión entre socialistas y populares reforzaba la capacidad negociadora de ETA, al hacer de los socialistas el interlocutor más perjudicado por ese fracaso. En esta lógica, cabe pensar que el atentado de Barajas no se plantea por parte de ETA como una ruptura de la negociación, sino como un aviso encaminado a vencer las resistencias de los socialistas.

La lección que se desprende de lo hasta ahora sucedido refuerza la necesidad de un entendimiento sustancial del PSOE y el PP en la política antiterrorista. Sustraído el problema de la violencia de la confrontación electoral, parece el momento adecuado para una vuelta al pacto antiterrorista. Si en el futuro se reabren las negociaciones, el Gobierno socialista, como en su día el Gobierno popular, deben saber que el éxito de las mismas no debe ser el fundamento de hipotéticos triunfos electorales. No son los partidos nacionalistas los interlocutores que necesita el PSOE o el PP en el futuro para llevar adelante esas negociaciones. Son los dos partidos nacionales los que deben consensuar el marco para una negociación que necesita la comprensión de la sociedad española y, especialmente, de aquellos sectores sociales que han sufrido en el pasado las embestidas del terrorismo. Resulta indispensable aclarar desde un primer momento la voluntad de excluir de la negociación decisiones de alcance político-constitucional. Si el análisis de las circunstancias que rodean hoy la vida de ETA es correcto, los negociadores en su nombre entenderán esta posición. Es posible, en cambio, que la comprensión de esta situación no alcance el apoyo de los socios menores del actual Gobierno.

Son estos socios menores, unánimemente, partidarios de introducir el tema de las negociaciones políticas en el proceso de diálogo. Ello hace indispensable que el acuerdo se realice entre los dos partidos mayoritarios. La estrategia del PSOE de presentar, en éste y en otros temas, un acuerdo político que solamente dejaría fuera al Partido Popular es una estrategia engañosa, que burla el peso real de las minorías a la hora de buscar el consenso que necesita la sociedad española ante cuestiones de especial gravedad. En este contexto, solamente podría empeorar las cosas la decisión de los populares de responder a Rodríguez Zapatero con una estrategia fiada en las consecuencias electorales del fracaso de la iniciativa gubernamental. Se trataría de una estrategia perversa que, a todas luces, el país no se merece. Pero de una estrategia de la que los dos partidos han manifestado indicios a lo largo de este frustrado proceso de negociación.

Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado en la UNED.

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