¿La ley del soplón?
EL PAÍS presenta mañana por 8,95 euros 'La ley del silencio', el filme de Elia Kazan con un deslumbrante Marlon Brando
En el antifranquismo de universidad y cine club, años 50, se criticó On the Waterfront (La ley del silencio) porque era, según parece, una apología de la delación; la del boxeador retirado (Marlon Brando) que acaba por denunciar a los del sindicato que extorsionan (Lee J. Cobb) a los honrados estibadores (Barry Fitzgerald) con el apoyo de un sacerdote (Karl Malden) y por el amor de una jovencita de cargante inocencia (Eva-Marie Saint). El director, Elia Kazan, había hecho poco antes lo propio durante los juicios del mccarthysmo, dando nombres de comunistas y presuntos izquierdistas en general, de los que los más grandes no volvieron, o casi, a poder trabajar en Hollywood. Pero ni siquiera era la primera vez que Kazan se prestaba a la histérica propaganda del momento, como ya había hecho con una película, cuyo título en español parecía inspirado por Franco: Fugitivos del terror rojo.
Hoy, a la vuelta de varios comunismos y otras ilusiones, el filme se aprecia como un clásico lleno de vida; soluciones brillantes como la perorata del cura ensordecido por el paso de un tren, para contar una historia, que ya conocemos, en cine sonoro pero sin palabras; una narrativa apretada como un uppercut; unos personajes que se desarrollan ante nuestros ojos; y una antología de interpretaciones que hoy es impensable ver reunidas en una sola película. Brando, posiblemente, en el mejor trabajo de su carrera, yo diría que claramente superior al lote de El padrino, porque no hay en él nada de receta; y, junto al pegador dolorido por lo que pudo ser, un Malden de mandíbula cuadrada como una efigie de Mount Rushmore, sacándole todo el partido al papel un tanto de "florero", centro geométrico de alguna demagogia, quizás, inevitable; Lee J. Cobb, veterano de la rudeza chulesca, que interpreta al jefe de los pandilleros con impecable piloto automático; Barry Fitzgerald, el entrañable irlandés "profesional" del cine de Hollywood -El hombre tranquilo, John Ford, o La ciudad desnuda, Jules Dassin-; y Rod Steiger, hermano del boxeador devorado por la incompatibilidad entre la diferente ley de dos familias, la del hampa y la consanguínea, en su primer papel para recordar.
No diré que fuera la inauguración de un modelo, porque en cuanto uno lo dice aparecen los precedentes a racimos, pero sí que es uno de los primeros héroes reacios a sí mismos, de lo que es ya una extensa cinematografía. Todos sabemos, a poco que queda dibujado el personaje, que no podrá escapar a su destino de guerrero del espíritu impecable, y de todo aquello para lo que ha vivido, pero de esa espera no sólo no se desprende la monotonía del déjà vu, sino la expectativa emocionante de una espléndida transformación dramatúrgica. Y, así, cuando Brando-Malloy apaliza a Cobb-Friendly nos sentimos como depurados por una gloriosa catarsis. Los dramatis personae del filme han cumplido con todo lo que esperábamos de ellos, como en la tragedia griega. La expiación por el dolor.
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