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Maldecir o iluminar

Estos dos verbos en su sentido propio significan actitudes ante la vida no sólo de individuos, sino de ideologías y de concepciones del mundo. Conectan y representan corrientes muy profundas que afectan al propio concepto de persona y a posiciones intelectuales que marcan la vida cultural, social y política en la historia de la humanidad. En un sentido estricto, el diccionario define al primero como "Echar maldiciones contra una persona o cosa" o "Hablar con mordacidad en perjuicio de alguien, denigrándole". El segundo tiene más significados: "Alumbrar, dar luz o bañar de resplandor", además de otro atinente a nuestro propósito, "Ilustrar el entendimiento con ciencias y estudios". Este último se aproxima más al significado que queremos dar a ambos términos, en sentido figurado, que expresan ideas contrapuestas y contradictorias en la evolución del tiempo histórico.

Unas palabras del presidente Kennedy pueden aclarar el sentido en que las usamos: "... lo importante no es maldecir, sino poner una luz sobre la barricada...". Estamos ante dos posturas antagónicas, quizás las que marcan más profundamente a dos talantes que definen mucho en todas las perspectivas de la realidad: el pesimismo y el optimismo antropocéntrico. Sirven para identificar el comportamiento individual y las propuestas colectivas en cualquier campo. Las fuentes o las raíces son religiosas o ideológicas y filosóficas, y las consecuencias pueden aparecer en el talante individual o en la vida social, cultural, política o jurídica. El pesimismo lleva a maldecir y a concebir a la persona sólo desde su miseria, desde su condición de pecador, de impuro, por su raza, de pobre o de enemigo, por señalar alguno de los modelos más relevantes. Ejemplos de todos ellos siembran el tiempo histórico desde sus orígenes y marcan a los ambientes en que germinan y se desarrollan.

La fuente religiosa es muy poderosa, quizás la que más, y muchas veces aparece vinculada con concepciones políticas, sobre todo cuando religión y política están confundidas, como en el Estado Iglesia que vive España desde sus orígenes hasta nuestros días. La experiencia pone de relieve lo difícil que es corregir esas situaciones incluso desde un Estado social y democrático de Derecho como el que definió la Constitución de 1978. Dos actitudes permanentes de las Iglesias cristianas, especialmente de la católica, impulsan el pesimismo. La primera, originada en Agustín de Hipona, al separar la ciudad de Dios de la ciudad del demonio, distinguiendo entre justos y pecadores, rompe la igual dignidad de todo el género humano, discrimina a los pecadores y hace imposible el trato igual. La segunda supone el desprecio general del mundo, valle de lágrimas, por el que pasan los cristianos, que no son de él, y es la reacción frente al amor por la vida que empieza a difundirse a partir del siglo XII y que prepara lo que será en el siglo XV el principio del Renacimiento. Es la literatura de la miseria humana que se origina en Anselmo de Aosta o en Giovanni de Fécamp, entre otros, y que se consolida en el siglo XIII con Pier Damiani da Lotario de Segni, el futuro Papa Inocencio III, que pretende describir esa miseria de la condición humana para humillar a la soberbia, que es el origen de todos los vicios. El hombre, dirá, ha nacido para la pena, para el temor y el dolor, y, lo que es más despreciable, para la muerte.

Esta literatura del pesimismo antropocéntrico sigue estando viva en sectores del episcopado y del pensamiento eclesiástico, que sigue afirmando, todavía hoy, que el cristiano no es de este mundo. No son mimbres para construir cestos democráticos ni conceptos como ciudadano o dignidad humana. A lo largo de la historia ha justificado tremendas iniquidades e injusticias, entre ellas, feroces represiones. La altanera superioridad, que se transmite a muchos altos eclesiásticos, cierra la puerta a valores como la libertad, la igualdad o la solidaridad, y sostiene expresiones de poder autoritario y represor. Esta actitud en los siglos XX y XXI se multiplica ensectores radicales del islamismo que no han vivido la Ilustración.

Los orígenes ideológicos y filosóficos del pesimismo antropocéntrico pueden nacer en ambientes políticos liberales en el XIX, defensores del sufragio censitario y de la discriminación económica de los trabajadores en esos ámbitos intelectuales, y nace también la idea de los invitados al banquete, frente a los que no lo estaban en la parábola que incluye Malthus en la 2ª edición de su Ensayo sobre la Población, que cierra las puertas de la vida digna a la mayoría, a los no invitados al banquete. La reacción marxista y, más tarde, del socialismo reformista, ante los excesos capitalistas, será la perspectiva exagerada o moderada, de crítica tajante a esas formas extremas de entender una realidad social basada en la discriminación o en la desigualdad. Así, los derechos y la participación política se limitarían a los invitados al banquete, y no sería posible la existencia de una democracia plena.

La última gran tradición de pesimismo antropológico de ámbito ideológico y filosófico es causa y efecto de los totalitarismos contemporáneos fascista, nazi o marxista-leninista (especialmente en su visión estalinista), donde el desprecio al hombre aparece desde la burguesía transpersonalista del Estado, en el primer caso, y del partido, en el segundo. Ideas como las de raza pura y superior, limpieza étnica, nación como sociedad cerrada, etc., produjeron a lo largo del tiempo en el siglo XX hechos incalificables y brutales, delitos contra el Derecho de Gentes, contra la humanidad y genocidios, que todavía no han encontrado un Derecho internacional abierto y apoyado por un poder internacional efectivo que pudiera convertirlo en eficaz. Sectores científicos desde la biología o autores de ciencias sociales como Carl Schmitt han apoyado estas formas aberrantes y discriminatorias.

El mundo moderno, desde el Renacimiento a la Ilustración, ha asumido el optimismo antropocéntrico y, en muchos casos, en su dimensión moderada y prudente. Esta reacción está preparada desde el reforzamiento de la dignidad humana por los humanistas italianos y españoles, entre los que hay que señalar a Vives, y también por Kant, que cierra el ciclo, y también por la defensa de la tolerancia donde, entre otros muchos, será decisivo nuestro Miguel Servet.

Como nos estamos situando en las grandes leyes de la historia, no todos los problemas se identifican desde la dialéctica maldecir o iluminar; algunos se escapan entre los entresijos del cedazo, pero estamos ante criterios que sirven bien para interpretar y diagnosticar a las sociedades de nuestro tiempo. El Renacimiento y la idea del hombre centro del mundo y centrado en el mundo marcan el rescate de la dignidad humana y la posibilidad de su autonomía. Esta corriente se ha prolongado, no sin problemas, sobre todo en el siglo XVII hasta el XVIII, que es el siglo de las luces recuperadas por una humanidad que andará por sí misma y que no necesitará muletas. Así, pasamos desde la dignidad humana heterónoma a la autónoma, que surge de nosotros mismos. Entramos de lleno en el antropocentrismo creativo y libre que está en la raíz de las liberaciones intelectuales y políticas, que son el núcleo intelectual de la mejor Europa.

Maldecir e iluminar son ideas eje, como dirá Jaspers, que han venido configurando el progreso y el desarrollo del género humano o su retroceso y su degradación. El extremo de maldecir es exterminar, y el de iluminar es deslumbrar. Son dos signos reales de la maldad de los extremos y del valor de la moderación. Hay, además, una tendencia en la humanidad a simplificar, equiparando el sufrimiento de las víctimas y de sus familias con el de los terroristas encarcelados y sus familias, como otra muy próxima para concluir que todos son iguales y que no hay política ni políticos limpios. Maldecir e iluminar siguen siendo un buen criterio de distinción entre unos y otros. Ni todo es igual ni todo se puede equiparar. Ésa es la justificación de los perversos y de los mediocres.

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid

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