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Reportaje:El final de un dictador

El heredero de Nabucodonosor

La megalomanía de Sadam, alentada por Occidente, le llevó a enfrentarse con Irán en una guerra que causó un millón de muertos

Los iraquíes no habían enterrado a los combatientes iraníes muertos días atrás, durante la batalla. Seguían al aire libre, allí donde habían caído, para que los corresponsales pudieran verlos y certificar así la victoria de las tropas de Sadam en la reconquista de Subeidat, a unos 300 kilómetros al sureste de Bagdad. El abrasador sol del verano mesopotámico había convertido los cadáveres en muñecos de trapo: huesos y pellejos recubiertos por jirones parduscos. Sus cabezas, sin embargo, conservaban un aspecto humano: la tez había adquirido un color chocolate y los ojos eran cuencas vacías, pero los intactos dientes enviaban una sonrisa de anuncio. Apestaban.

Era julio de 1988, en vísperas del alto el fuego de lo que entonces se llamaba Guerra del Golfo (luego habría otras con el mismo nombre). La había comenzado Sadam al invadir Irán en 1980. Pensaba que el régimen jomeinista se derrumbaría como un castillo de naipes y que, tras una campaña relámpago, él se convertiría en el amo del golfo Pérsico. No había sido así; no se puede vencer por las armas a una revolución joven. Los iraníes habían opuesto una feroz resistencia a un enemigo muy superior en armamento y apoyado por prácticamente todo el resto del mundo.

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Los oficiales iraquíes que guiaban a los corresponsales en Subeidat imitaban el estilo de Sadam: mostacho negro, rostro redondo y bien afeitado, gafas de sol Ray Ban, boina negra, impecable uniforme de combate y pistola al cinto. Mostraron a los periodistas las trincheras de las que habían desalojado a los iraníes. Correspondían al modelo de la Primera Guerra Mundial: largas galerías excavadas en la tierra y reforzadas con sacos terreros y alambradas de espino. En una de ellas los iraníes habían instalado su huseinía, una especie de mezquita de campaña. La guerra estaba a punto de terminar en tablas. Ni una ni otra parte habían arañado un milímetro del territorio del adversario. Pero habían muerto o resultado gravemente heridas más de un millón de personas, más iraníes que iraquíes.

En aquella época los retratos áulicos de Sadam eran omnipresentes en Irak. Unas veces, el tirano iba vestido con uniforme de combate contemporáneo, otras con turbante y alfanje beduinos. Siempre era proclamado vencedor. Diversos conflictos se habían superpuesto en la Guerra del Golfo. Sadam la presentaba como la continuidad de la secular rivalidad entre árabes y persas; identificaba a sus tropas con los guerreros árabes medievales que derrotaron a los persas en la batalla de Qasidía. Con el transcurso de los años, a medida que Irán no sólo resistía sino que arañaba algunas islas y colinas iraquíes, Sadam había terminado desempolvando la historia de Babilonia. Él era heredero de Nabucodonosor y sus enemigos los nuevos Ciro y Jerjes I.

También había sido aquella guerra un episodio de la vieja disputa entre Irán e Irak por el control de Chat el Arab, pantanoso estuario formado por la unión de los ríos Tigres y Éufrates en la boca del golfo Pérsico, uno de los lugares del mundo más ricos en petróleo. Pero sobre todo había sido la expresión del principal conflicto político que desgarraba al mundo musulmán. Los regímenes de Bagdad y Teherán expresaban dos visiones radicalmente diferentes. La dictadura baazista de Sadam era laica, socializante y panarabista. El jomeinismo estaba basado en la teocracia y el panislamismo.

Un año antes, los iraníes habían invitado a un grupo semejante de corresponsales a visitar Sardacht. Teherán denunciaba que el Ejército de Sadam estaba empleando allí armas químicas. Los periodistas pudieron comprobar que era cierto. Vieron a muertos con el rostro y los brazos cubiertos de pústulas; viajaron en un helicóptero con chavales que acababan de respirar gases tóxicos y agonizaban envueltos en vendas. También apestaban. Los corresponsales mandaron crónicas de ese ataque con armas químicas, pero pocas lograron abrirse camino hasta el público occidental. Norteamericanos y europeos ya habían decidido desde el primer día de la Guerra del Golfo con quién estaban: con Sadam, por supuesto.

Sadam Husein prueba un lanzagranadas de la guerra irano-iraquí.
Sadam Husein prueba un lanzagranadas de la guerra irano-iraquí.REUTERS

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