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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Año de memoria

"ADMITO, ADMIRO y agradezco el alzamiento popular en defensa de la República. Pero usted no ignora que dentro de él han ocurrido abusos monstruosos. La crueldad, la venganza, hijas del miedo y de la cobardía, me avergüenzan", dice Garcés a Marón en La velada en Benicarló, diálogo sobre la Guerra Civil que Manuel Azaña, presidente de la República, escribió en mayo de 1937. Marón responde: "Mayores atrocidades cometen los rebeldes". Y Garcés replica: "Lo sabemos. Nadie monopoliza la barbarie ni el desmán. Pero esto no es una compensación. Ellos son la negación de la ley; nosotros somos el Gobierno, la legitimidad, la República. Una conducta noble, sin otro rigor que el de la justicia, habría robustecido la autoridad de nuestra causa".

Este diálogo manifiesta la impresión dominante entre quienes, combatiendo por la República contra la rebelión militar, se sentían desolados por la crueldad que también en territorio leal condujo a abusos monstruosos. Nada justificaba el golpe de Estado, nada excusaba aquella rebelión militar que el mismo Azaña definió como horrenda culpa y crimen de lesa patria; pero nada justificaba tampoco las atrocidades cometidas en la República, no siempre por grupos de incontrolados; no las justificaban, ni la rebelión, ni aquella justicia histórica invocada por Ángel Ossorio / Marón en el diálogo con Garcés / Azaña.

Este desgarrador sentimiento de repulsa a la rebelión y de vergüenza por los crímenes cometidos en la República no puede confundirse con una igualación o equiparación de culpas ni de responsabilidades. A cada cual correspondía la suya. A los rebeldes, por haber desencadenado una guerra civil de efectos devastadores; a los que tomaron las armas para aplastar la rebelión, porque, además de que nada justificaba la matanza de tantos inocentes, contribuyeron a hundir la propia República.

Así vivieron sus memorias muchos españoles del exilio y muchos disidentes de la dictadura: es el recuerdo que late en la, de otra forma, engañosa expresión "todos fuimos culpables", acuñada en el exilio. Por eso, cuando los exiliados comenzaron a encontrarse con disidentes del interior -monárquicos, católicos, antiguos falangistas-, el primer punto del orden del día era proyectar hacia atrás una amnistía general que permitiera mirar hacia adelante. Sin ella habría sido imposible el encuentro de Múnich o las "mesas democráticas" en las que comunistas y católicos se hicieron demócratas antes de la democracia.

Sobre ese clima moral, que entrañaba profundas consecuencias políticas, se basó la transición. No es verdad, por mucho que se repita, que aquéllos fueran años de amnesia y silencio sobre el pasado: nunca se ha escrito ni debatido tanto de la guerra y del franquismo como en los años de la transición. Ocurrió, sin embargo, que memoria y recuerdo se encaminaron a abrir caminos de futuro: si la transición fue posible se debe a que los mayores, los que hicieron la guerra, habían aprendido su terrible lección, y a que sus hijos, al borrar la divisoria entre vencedores y vencidos, liquidaron su no menos terrible herencia.

Esa historia compleja, alimentada por tantas biografías cruzadas -de padres fascistas que caminan a la democracia, de hijos educados en Falange o en la Acción Católica que se hacen socialistas o comunistas-, es lo que el Gobierno, en su culto al adanismo, no tuvo en cuenta cuando se embarcó en un proyecto de ley denominado, en sus primeros pasos, de memoria histórica. ¿Y qué es memoria histórica en un país dividido a muerte por una guerra, en la que hermanos -de sangre, nada de metáforas- tomaron partido contra hermanos? Cuando un país se escinde, la memoria compartida sólo puede construirse sobre la decisión de echar al olvido el pasado: ése es el sentido de la amnistía general, como Indalecio Prieto y José María Gil-Robles lo comprendieron ya desde los primeros años de la posguerra.

Pero amnistiar no es ignorar ni silenciar: sabemos muy bien lo que pasó. Hay cientos, miles de relatos de todo tipo sobre la guerra y la dictadura. Tal vez el Gobierno debió haberlo pensado un momento antes de proponer una ley de memoria histórica. Lógicamente, como en tantas ocasiones, ha tenido que volver sobre sus pasos. La ley ha cambiado de nombre y de objetivo. Ahora se trata de reconocer y ampliar derechos y establecer medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia en la guerra y en la dictadura, es decir, de hacer lo que se ha venido haciendo paso a paso desde la transición. Para culminar la tarea habrían bastado decisiones políticas sobre las cuestiones pendientes. No ha sido así, y el año de la memoria se cierra, como no podía ser de otra forma, con todas las memorias enfrentadas.

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