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Tribuna
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Crispación

Todo se convierte en áspera disputa, cargada de descalificaciones, vacía de contenido político real. Cuando se abusa de esa forma de hacer política, si eso es política, la crispación que responsables de la cosa pública más sectores mediáticos protagonizan termina trasladándose a la ciudadanía, haciendo el clima irrespirable.

En la lucha democrática siempre hay cierta dosis de juego sucio. No hay sistema conocido que se vea libre de esto. Pero tiene límites y temo que éstos se están rebasando ampliamente. Lo he vivido en los últimos años de mi mandato y todavía algunos recurren a las viejas consignas para atacar al Gobierno actual, lo que muestra la escasez de sus argumentos.

En este ambiente, hablar de consensos básicos en temas de Estado parece una ironía. Sin embargo, una reflexión sobre desafíos como el fin de la violencia de ETA, el tratamiento de la tarea policial y judicial para llevar a término el enjuiciamiento de los responsables del 11 de marzo, la política exterior en relación a Medio Oriente, e incluso la forma de tratar nuestra memoria histórica, merecerían al menos una reflexión sosegada o, si prefieren, un debate político con contenidos y sin descalificaciones.

Por ejemplo, las dificultades en el proceso de erradicación de la violencia etarra parecen la consecuencia del cumplimiento estricto del acuerdo parlamentario sobre este asunto. Paradójicamente, los reproches, la bronca y los calificativos gruesos se refieren justamente a presuntas e inexistentes cesiones políticas, o de otra naturaleza, a ETA y a Batasuna. Se rompe el apoyo al Gobierno, según se reitera, porque algunos responsables políticos hablaron con responsables de Batasuna, pero se admite que se hable con ETA. Parece disparatado pero es real, hasta el punto de que haya denuncias ante los tribunales por lo primero y no por lo segundo.

Aunque he recordado que el apoyo al Gobierno en esta tarea ha sido una constante de la democracia, incluso cuando se cometen errores, debo añadir que no hay que callarse lo que se aprecia como error, sea lo que sea, sino llevarlo al foro adecuado con la discreción necesaria para no hacer el juego a los violentos. Si el Gobierno hubiera hecho los movimientos penitenciarios que se hicieron en la anterior tregua del 98, o en periodos anteriores, qué tipo de cosas se estarían diciendo. Ni siquiera se habían iniciado entonces las conversaciones con ETA, aunque sí con Batasuna y el Gobierno Vasco, cuando se adoptaron medidas que en esta fase no se han iniciado.

No se puede decir al Gobierno que se ofrece apoyo en esta materia sólo si hace lo que la oposición decida que hay que hacer. Se falta al respeto a la responsabilidad del Gobierno para dirigir la lucha antiterrorista, que jamás discutió la oposición, e incluso al sentido común. Si se desea de verdad que este cáncer desaparezca, hay un interés superior, suprapartidario que nos obliga a todos a ser serios y coherentes ante temas como éste.

O, por ejemplo, cómo explicar las intrigas en torno a la realidad dramática del mayor atentado de nuestra historia, que constituyen una irresponsabilidad inconcebible en cualquier sociedad democrática. Se comenzó con una mentira que se trató de sostener cuando ya se sabía, en particular por el Gobierno de entonces, que no había sido ETA.

Hice el primer pronunciamiento en la mañana del 11 de marzo, creyendo al ministro del Interior, pero al final del día estaba convencido que el atentado no había sido obra de ETA. Por eso me preocupó tanto que comprometiéramos hasta al Consejo de Seguridad de la ONU en una mentira clamorosa.

La investigación de los hechos, en los niveles policiales y judiciales, ha sido, sin duda, la más eficaz que se ha conocido en países democráticos y en atentados de esta naturaleza, como los del 11 de septiembre de 2001 en EE UU o el posterior del 7 de julio de 2005 en Londres.

Esta investigación la dirigió en las primeras semanas el Gobierno del PP en funciones y antes de trasladar el poder a los socialistas ya habían dicho, con razón, que los autores del atentado habían sido detenidos en su casi totalidad

o habían muerto en Leganés. ¿A qué viene todo el montaje posterior que trata de deslegitimar la actuación judicial y policial? ¿Por qué se agita y llena de dudas a la opinión pública y se menosprecia el dolor y la angustia de las víctimas de las que tanto se dicen preocupar?

¿Por qué se interpela al Gobierno actual por asuntos que ocurrieron bajo la responsabilidad del anterior en la primera fase de la investigación? ¡Y son los responsables directos en el Ministerio del Interior de entonces los que lo hacen! Sólo si se pretende que el juicio no se celebre, puede concebirse esta campaña que parece de defensa de los responsables del atentado. Preguntan por el traslado de explosivos a la que entonces era oposición. Preguntan por las características de éstos, o por los teléfonos móviles descubiertos en su periodo, o por la mochila que descubrió la policía en las horas posteriores al atentado.

Nadie ha discutido su responsabilidad política antes y durante los dramáticos acontecimientos. No es concebible que sus terminales mediáticos, como ellos mismos, generen desconfianza e inquietud con intrigas sin fundamento.

O, por ejemplo, cuando ya conocemos el informe de Baker y Hamilton, es decir, de demócratas y republicanos sobre la desastrosa situación de Irak, y del conjunto de la región más turbulenta de la tierra, ¿no sería razonable recuperar el debate sobre política exterior en un área de interés para todos?

No sería un ejercicio complicado si dejamos de utilizarlo como un problema de política interna, como lo hacemos con la relación con Estados Unidos y sus consecuencias. Si pudiéramos aportar un grano de arena a la paz, corrigiendo los errores del pasado, a nadie perjudicaría. Es insólito que se esté produciendo ese esfuerzo de consenso en Estados Unidos y nosotros estemos aún en esta bronca sin sentido. ¿O lo tiene y no somos capaces de verlo?

No conozco a nadie en el mundo que defienda esa guerra en la que el Gobierno anterior fue el más agresivo, aunque fuera verbalmente y aunque fuera contra la inmensa mayoría de la opinión. ¿No sabemos todo lo que hay que saber para reconducir la política exterior en esta región y en Europa respecto de ella?

Un último recordatorio para la agria disputa sobre la memoria histórica. Me parece discutible que este esfuerzo se haga mediante una ley, pero no me lo parece que se haga. Respeté durante años el chorreo permanente de canonizaciones de mártires de la guerra incivil, aunque todos habían recibido digna sepultura y reconocimiento, como las víctimas del llamado bando nacional. ¿Por qué se pretende que recuperar la memoria, lógicamente inclinada a los que no obtuvieron ni tierra digna ni reconocimiento, sea fruto del rencor y no reparación ineludible?

Oigo que era un pacto de la transición. No es verdad, como lo muestra el ejemplo que les citaba antes. Recuperar la memoria tiene asimismo, y sobre todo, la función de que aquello no se repita nunca entre nosotros. Olvidar a tantos, como olvidar a secas, es renunciar a la dignidad de esa mitad que perdió, es enterrarlos en el olvido. Sin el conocimiento del pasado, el futuro se oscurece y la moderación que permite la convivencia en paz y libertad se pone en riesgo.

Estos comportamientos son el caldo de cultivo de la crispación. Tienen nombres y apellidos y responden a una estrategia peligrosa.

Felipe González es ex presidente del Gobierno español.

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