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Reportaje:

Prohibidos el fútbol y la música extranjera

Los tribunales islámicos ha impuesto orden con la aplicación estricta de la 'sharia'

Ramón Lobo

Somalia es un Estado fallido: un lugar con fronteras internacionales reconocidas y donde no existe una forma reconocible de Gobierno. Y lo es desde hace más de 15 años, cuando unos señores de la guerra derrocaron al dictador Siad Barre. Tras la irrupción del Afganistán de los talibanes, la comunidad internacional ha aprendido que este tipo de países a la deriva son la perfecta puerta de entrada de las grandes redes terroristas internacionales.

La Unión de Tribunales Islámicos (UTI) es una coalición de pequeñas cortes de justicia locales que aplican con rigor la sharia (ley islámica). Nacieron en el sur de Somalia financiadas por comerciantes hartos de inseguridad y de tener que pagar decenas de peajes a las facciones armadas. Las medidas extremas de sus jueces -dos ejemplos: cortar la mano a los ladrones o a los que no cumplen los contratos- han servido para poner orden en las zonas bajo su control.

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Estos tribunales islámicos locales, ya coaligados en una unión nacional, formaron una milicia que se nutrió de los jornaleros de la guerra, jóvenes que lo único que han hecho en su vida es combatir bajo el mando de quien les facilite comida. Esta unión de tribunales, compuesta por un ejército jornalero, expulsó en junio a los llamados señores de la guerra laicos (apoyados por EE UU) y se hizo con el control de Mogadiscio, la capital de Somalia.

El Gobierno provisional, de carácter laico, es la suma de todas las facciones políticas y guerreras de estos 15 años de anarquía (menos los islamistas, que son posteriores). Se trata del primer intento serio por reconstruir el Estado somalí. El Gobierno provisional nació hace dos años sobre los restos de un plan de paz de 2000. Tiene el reconocimiento de la ONU y de la comunidad internacional. Y ahora, además, cuenta con el apoyo militar de Etiopía, temerosa de que una Somalia radicalizada desestabilice el Ogadén, donde ambos tienen cuentas territoriales pendientes.

La Casa Blanca sostiene que la UTI mantiene vínculos con Al Qaeda, pero sus dirigentes lo niegan. Europeos que les han tratado aseguran que en la organización anidan dos tendencias, una moderada y otra extremista. Algunos analistas (y algún diplomático estadounidense) mantienen que la demonización del grupo por parte de Washington ha sido un error, pues ha permitido que se afiancen los más extremistas en su dirección.

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Una de las primeras medidas de la UTI tras tomar Mogadiscio en junio fue la de prohibir la visión de los partidos de fútbol del Mundial de Alemania, lo que provocó incidentes. La decisión no ayudó a proyectar una imagen de moderación. Los islamistas han cerrado cines (algunas veces a tiros), han prohibido la exhibición de películas extranjeras y han recomendado a las emisoras de radio que no emitan música foránea. También se ha recuperado la costumbre de las ejecuciones públicas, en las que han participado menores de edad.

Pese a ello, los islamistas han logrado el apoyo popular, que valora la mejora de la seguridad. Los precios de los artículos de primera necesidad han disminuido considerablemente tras la desaparición de los peajes de los señores de la guerra. E incluso se ha empezado a recoger la basura de varias calles de la capital, un símbolo de la aparición de algún tipo de autoridad central.

La entrada de Etiopía en una guerra en la que los bandos locales carecen de aviación y artillería pesada debería inclinar la victoria en favor de Addis Abeba. Dispone al menos de uno de los Ejércitos más poderosos (en número) de la zona, construido a golpe de deuda exterior durante los años de la dictadura comunista de Haile Mariam Menghistu.

Según la revista militar británica Jane's, Etiopía cuenta con una fuerza terrestre de entre 150.000 y 180.000 soldados equipados, eso sí con viejas armas de la extinta URSS. El problema para Etiopía será el día siguiente. Si su Ejército derrota a los islamistas, algo probable, se verá obligado a una larga ocupación de apoyo a un Gobierno local sin fuerza y sin excesivos apoyos internos. Los islamistas han rescatado canciones patrióticas de la guerra de 1977 contra Etiopía y las emiten sin cesar. Es su segunda gran arma: despertar el nacionalismo.

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