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Columna
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Los ictiófagos y el anisakis

Malos tiempos para los ictiófagos. Por si no reconocen el palabro, ictiófago es aquel que se alimenta básicamente de pescado, como es mi caso. Soy aficionado al pescado porque me gusta, porque me sienta bien y porque con la carne me suele pasar lo que a los niños chicos, que al masticar se me hace bola. En España somos muchos los ictiófagos, tantos que Mercamadrid es el mayor mercado de pescado del planeta, después de Tokio. La capital nipona está pegada al océano, pero el puerto pesquero más próximo a Madrid está a casi 400 kilómetros, lo que nos convierte en meritorios expertos en los frutos del mar.

Así que el nuestro es un territorio donde la plaga de esos repugnantes gusanitos llamados anisakis no es asunto baladí. En cualquier pescadería, restaurante o barra de bar en la que medie un simple boquerón se comenta, teoriza y polemiza sobre el decreto por el que Sanidad obliga a bares y restaurantes a congelar previamente todo pescado que se consuma crudo o poco hecho. Y tras poner la oreja en tabernas y mercados, lo que más canta es la absoluta confusión que reina entre la gente con respecto al bicho.

Lo que más canta es la absoluta confusión que reina entre la gente con respecto al bicho

Un desconcierto general producto en gran parte de la torpeza con que el ministerio ha comunicado una medida que interviene en los hábitos alimentarios de todo un país. A día de hoy, lo único que sabemos es que la incidencia del anisakis ha crecido mucho, pero no cuánto ni con qué gravedad.

Eso, mientras el gusano está vivo. Porque sobre las reacciones alérgicas que provoca cuando se ingiere muerto, que sospecho más importantes de lo que imaginamos, la información roza el cero. Como quiero pensar que ese decreto no es el vengativo fruto de un retortijón puntual de la señora ministra y que habrá motivos científicos para tomar medidas contundentes, creo que debieran esforzarse en trabajar mejor la información y hacer una campaña que explique lo que ocurre y lo explique bien.

No quiero imaginar la que se puede liar cualquier día de gula desmedida si en las urgencias de algún hospital confunden los trastornos propios de un atracón navideño con los estragos intestinales del anisakis. Un punto de psicosis arruinaría el sector pesquero.

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Tampoco creo que la furibunda reacción contra el decreto de nuestros cocineros de élite contribuya demasiado a despejar esa confusión. Que si "la congelación modifica la textura del pescado", que si "se pierden los matices gustativos"..., tanta exquisitez a veces jode, sobre todo a los que no pueden pagar el pastón que cobran los chefs guays por sus delicatessen. Celebro que paseen la gloriosa espuma de tortilla a la española por todo el mundo pero en este asunto de salud pública, en lugar de quejarse tanto para proteger el negocio, deberían buscar soluciones imaginativas contra el parásito. Así lo intentan los investigadores del CSIC con un procedimiento por presión, y eso han hecho los biólogos de la Universidad de Alcalá, con una solución de salmueras que se cepilla al anisakis en un pis pas.

Hubo en China una emperatriz tan ictiófaga como recelosa de que pudieran servirle los peces en mal estado. Exigía que estuvieran muy frescos y amenazaba al servicio con cortar cabezas si el olor revelaba lo contrario. No queriendo el cocinero real confiar su cuello a la caprichosa pituitaria de la emperatriz, ideó una forma de guisar el pescado manteniéndolo vivo. Metía la pieza al horno con todos sus aderezos, pero con un trapo mojado envuelto en la cabeza para proteger sus órganos vitales. En una cena oficial poco antes de lo de Tiananmen me vi obligado a comer en Pekín uno de esos peces vivos. Del sabor y la textura ni me acuerdo, pero nunca olvidaré la mirada de aquella especie de barbo cada vez que hundían el tenedor en su lomo y cómo fue retirado de la mesa en la bandeja con la espina limpia y su cabeza entera aún boqueando. Espero que los ictiófagos no tengamos que recurrir nunca a los chinos para resolver lo del anisakis.

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