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Adiós al prestigio del fracaso

Quien desde Europa lleve algún tiempo siguiendo los avatares políticos, económicos y sociales de Latinoamérica no habrá podido dejar de reparar el imbatible prestigio intelectual que en aquellos pagos tiene el fracaso. Poco importa que se trate de intelectuales, funcionarios, políticos, amas de casa o empresarios cuyo éxito les ha llevado a figurar en las páginas de Forbes. Todos ellos se educaron creyendo que el pesimismo es lo elegante y el malditismo lo más latinoamericano. Cuando a la región las cosas le iban mal -y a veces le han ido rematadamente mal- a nadie podía sorprender esa actitud. Es difícil tener buen ánimo cuando no hay democracia, las crisis recurrentes destruyen las clases medias, la pobreza se enseñorea sobre casi la mitad de la población y la distribución de la renta y la riqueza sistemáticamente aparece en los libros de texto como ejemplo mundial de inequidad.

Es sorprendente que las élites del continente latinoamericano sigan aferradas al derrotismo cuando las cosas mejora

Lo sorprendente es que las élites del continente sigan aferradas al derrotismo cuando las cosas mejoran. Tomen el caso del escenario político. No hace falta remontarse a los tiempos de Pinochet o Videla para reconocer lo que se ha avanzado. Basta con recordar que hace ahora apenas doce meses, los oráculos de los mercados se inquietaban por los numerosos e inminentes procesos electorales y hacían cábalas sobre el giro al populismo de un continente al que se suponía enragé. Pues bien, las elecciones han tenido lugar con toda normalidad y alta participación, y lo que los ciudadanos han dicho es muy claro: el 86% de la población latinoamericana ha optado por confirmar en el poder a sus líderes de los últimos cuatro años -Brasil, Colombia, Venezuela- o a los partidos que ya estaban en el Gobierno -México y Chile-. En otros términos, los posibles giros políticos presumiblemente habría que acotarlos a Perú y Costa Rica, donde se han reelegido dos ex presidentes, y a Bolivia, Honduras y Ecuador. No parece un cambio homérico. Quizá por ello la tonadilla ahora se haya desplazado a que el continente está partido y que los Parlamentos son ingobernables porque -¡maldición!- esta vez la democracia electoral ha sido realmente competitiva.

Felizmente estas inquietudes no han sido esta vez compartidas por los inversores. Para pasmo de algunos, el ciclo económico se ha desligado del ciclo político latinoamericano precisamente cuando más densa, incierta y preocupante era la situación. Pero los datos nos engañan: los tipos de interés y el riesgo país han caído, el tipo de cambio se ha apreciado y las reservas internacionales se han duplicado. El poco nerviosismo que denota esta evolución es lógico ya que el continente está entrando en su quinto año de expansión, con crecimientos en torno al 4,5%, bajas inflaciones, fuerte superávit de balanza corriente, notables entradas de capital y reducciones de la deuda tanto pública como externa. Y no hay nadie en el mercado -¡ni el FMI!- que se atreva a pronosticar que esta bonanza tiene fecha de caducidad inmediata. En los setenta, un general brasileño confesó que la economía iba bien pero que al pueblo le iba mal. ¿Será ahora también éste el caso? No parece. El empleo ha aumentado, los salarios crecido y en los últimos cuatro años la pobreza y la miseria se han reducido tanto como en los diez años precedentes.

Y lo que es todavía más alentador: en los países en los que las cicatrices de las crisis llevan más tiempo cerradas -Chile, México-, las clases medias comienzan a reaparecer. Quizá aquí esté la madre de los pesimismos. La sospecha de que el motor de progreso no son ni los caudillos ni las minorías exquisitas, sino unas clases medias que -si se las deja reproducirse- tienden a repudiar la inflación, preferir el crecimiento sostenido y los fines de semana a ver el show de Don Francisco Presenta. Desde luego no es lo que algunos -de uno u otro lado- soñaron que era el progreso. Pero, de entrada, el bienestar que ese escenario ya está creando merece un nuevo compromiso histórico -¿hipocrático?- que establezca que lo primero es no hacer nada que ponga en riesgo la continuidad de esta bonanza. Conseguido eso, que cada uno aguante su vela. Eso sí, sabiendo como lo sabía el gitano que al payo le había vendido el burro que hablaba inglés, que en un mundo global el pesimismo puede ser un poderoso agente de generación de insatisfacción y pobreza.

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