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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Noticias del resistente llamado Galileo

El 24 de agosto de 2003 la Congregación para la Doctrina de la Fe desveló por sorpresa una serpiente de verano, cobijada en el caserón romano del Santo Oficio de la Inquisición. ¡Por supuesto, un manuscrito! Lo ponderaba el mismísimo cardenal Ratzinger, hoy papa, y buscaba demostrar un imposible: que la Iglesia romana nunca tuvo miedo a la ciencia y que lo dicho por científicos e historiadores sobre el proceso contra Galileo era una "mentirosa imaginación" -textualmente, "una menzognera iconografía"- para arrinconar al Vaticano en el desván del oscurantismo y la crueldad.

Todo empezó por culpa de jesuitas aristotélicos y dominicos adversarios de Galileo por miserias ajenas a la ciencia, según el equipo de Ratzinger. Roma se dejó arrastrar. No hubo persecución ni amedrentamiento. Si Galileo renegó de sus descubrimientos fue por temor a ir al infierno, no por miedo. Nunca fue torturado, ni hubo saña en los interrogatorios. Los inquisidores lo trataron con respeto: entre interrogatorios, Galileo incluso pernoctó en casa de un alto cargo de la Inquisición (buen lector de Calderón de la Barca, el moderno inquisidor: pide el alcalde de Zalamea para don Álvaro, antes de mandarlo ahorcar: "Con respeto le llevad / a las casas en efeto / del concejo, y con respeto / un par de grillos le echad").

TALENTO Y PODER. Historia de las relaciones entre Galileo y la Iglesia católica

Antonio Beltrán Marí

Laetoli. Pamplona, 2006

833 páginas. 26 euros

El manuscrito encontrado

en auxilio de la Inquisición era en realidad una carta del comisario del Santo Oficio Vicenzo Maculano de Firenzuola, de abril de 1633, al cardenal Barberini, sobrino de Urbano VIII, para expresarle preocupación por la salud del anciano hereje. Con ella en la mano, la congregación de Ratzinger se creyó con derecho a calificar de patraña la leyenda negra: "Para algunos, todavía hoy, Galileo es sinónimo de libertad, modernidad y progreso, mientras que la Iglesia es dogmatismo, oscurantismo y estancamiento. La realidad es diferente de esta percepción surgida de la fantasía". El despacho de prensa salido del Vaticano aquel agosto de 2003 se titulaba: "La Iglesia nunca persiguió a Galileo, revela la autoridad vaticana". Ratzinger osaba rectificar a Juan Pablo II, que había pedido perdón en 1992 por el maltrato a Galileo.

La verdad fue que Galileo Galilei, uno de los hombres más famosos y sabios de su tiempo, hubiera jurado que la Luna estaba hecha de queso verde con tal de librarse, no de las garras de la Inquisición, que ya no lo soltó ni muerto, sino también de torturas infinitas y, finalmente, de la hoguera casi segura. Bien que sabía Galileo que su situación era peligrosa: tan famoso y sabio como él fue Giordano Bruno, y acabó quemado vivo después de ser torturado con saña inaudita durante siete años. Fue en 1600, en la romana plaza de Campo dei Fiori. Galileo tenía entonces 36 años. Aquel horror ardía en su memoria. Bruno era una figura legendaria, pero, sobre todo, el símbolo del escarmiento para navegar sin riesgo por el conflicto entre verdad científica y verdad revelada. ¡Todos a callarse!

Frente a esa Roma que, aún hoy, execra de la Ilustración y la ciencia libre, y se cree con derecho a decidir sobre lo que es verdadero o falso, poniendo por testigo a un Dios imposible de consultar -y a unas Escrituras que, efectivamente, invitan a creer que la Tierra está en el centro del mundo por causa de su gravedad, que el Sol gira en el cuarto cielo en torno a la Tierra y que la Luna es lisa y redonda...-, frente a quienes quemaron al legendario Bruno, los historiadores de la ciencia no paran de acumular documentación y aclaraciones irrefutables.

¿Era posible sostener en 2003 que el pontificado no debía disculpas -a sus víctimas y a la Humanidad entera- por la condena del copernicanismo y por el calvario de sus seguidores a manos de la Inquisición, hasta el aplastamiento total de 1633? Era. ¿Quedaba duda sobre lo ocurrido? Quedaba. Por eso es de agradecer este trabajo de Beltrán Marí, después de 25 años de investigaciones y media docena de libros sobre el caso Galileo. Ahora entrega su obra definitiva, con título soberbio: Talento y poder. Galileo y el Vaticano. Roma contra el pensamiento libre. El papado frente a la búsqueda de la verdad científica. En fin, la historia de las relaciones entre Galileo y la Iglesia católica.

Con meticulosidad extraordinaria y un estilo sorprendentemente ameno, Beltrán Marí no deja cabo suelto. Impresiona tanta información, y tan bien organizada. E irrita ver juntos tan enorme cúmulo de despropósitos, ese desfilar de pontífices y cardenales prepotentes o descerebrados, impúdicamente nepóticos, inmisericordes, y otros personajes menores con ganas de medrar, o muertos de miedo, o envidiosos, pero algunos muy listos y de buena fe.

Estremece imaginar aquel

22 de junio de 1633 al resistente Galileo, vencido por fin mientras lee, enfermo y roto, de rodillas, una larga adjuración de sus irrebatibles conocimientos: "Yo, Galileo, ante vosotros contra la herejía y la maldad generales inquisidores, tras haberme sido requerido con precepto por este Santo Oficio que debía abandonar completamente la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la Tierra no es el centro del mundo y que se mueve...".

Tenía Galileo 70 años y, tembloroso, acepta, además, que si en el futuro contravenía su juramento -como con valor había hecho con la admonición de 1616- quedaría sometido "a todos los castigos" del Santo Oficio. Es decir, la hoguera, como con Bruno. Ninguna contemplación con el sabio. No hubo clemencia, ni a petición del rey de Francia y de varios príncipes, ni cuando el sabio enfermó de muerte. No le permitieron visitas, salvo en presencia de "un testigo vigilante" y sólo para tratar sobre la salvación del alma.

El encono de Urbano VIII era minucioso. Galileo murió la noche del 8 de enero de 1642 y fue enterrado en una especie de cuartucho trastero porque el Papa prohibió depositar el cuerpo en la sepultura familiar, en la iglesia de la Santa Cruz. Una inscripción sobre la tumba, colocada casi un siglo después, decía: Sine honore no sine lacrimis (sin honor pero no sin lágrimas). La historia le ha vengado, con creces. El libro de Beltrán Marí sobrecoge, entristece, enfada. Y manda al infierno las justificaciones de Ratzinger. Acabada la lectura dan ganas de gritar: ¡lo sentimos, señores inquisidores!

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