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Tribuna:SECTOR PÚBLICO Y EFICACIA
Tribuna
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Falta de medios

Afirma el autor que el aumento de la presión fiscal no se ha traducido en una mejora paralela de los servicios públicos.

El diputado general de Guipúzcoa, queriendo hacer un primer balance de una gestión, la suya, que no va a tener continuidad, ha destacado que deja un presupuesto 2,3 veces mayor que el que encontró al acceder al puesto. Quienes deberían sentirse orgullosos de tal hecho son los ciudadanos que han pagado esos impuestos. Como todos sabemos, lo difícil no es gastar el dinero sino ganarlo. El diputado general no se pregunta ni consulta de paso a esos ciudadanos si obtienen a cambio de semejante esfuerzo más prestaciones o una respuesta mejor por parte de la Administración de la provincia. El problema no es gastar más, sino para qué gastar y cómo hacerlo.

Para empezar, las administraciones no han creado ningún sistema para evaluar la eficiencia del gasto público por lo que la suposición -que la mayor parte de los políticos da por segura- de que mayor gasto equivale a más y mejores servicios es, en el mejor de los casos, indemostrable. En realidad, existen sospechas fehacientes de que es falsa. Y esto no lo afirma cualquiera ni es una simple intuición, sino que empieza a ser confirmado por gente que tiene datos para saberlo.

Los servicios públicos sí responden, y de qué manera, a los intereses privados de quienes los planifican y ejecutan

Guillermo López Casasnovas, consejero del Banco de España y profesor, un experto en la cuestión además de funcionario público, sostenía este verano en su intervención en los Cursos de Verano de la UPV que, durante la última década, mientras la fiscalidad crecía, la calidad de los servicios que proporciona la Administración empeoraba. Ahora, esa Administración, que durante décadas se quejó de la falta de medios para desempeñar correctamente su labor, dispone de una presión fiscal similar a las de Alemania o Reino Unido, pero los servicios que presta distan de estar a una altura similar. No es un problema de volumen, es una cuestión de eficiencia. La coartada tradicional de la "falta de medios" no sirve.

De hecho, según las encuestas, los ámbitos de los que los ciudadanos se sienten más descontentos son Justicia y Educación. Pues bien, son precisamente las dos áreas que han experimentado un mayor crecimiento en presupuestos y plantilla desde la democracia.

El consejero del Banco de España destacó que los trabajos de la Unión Europea sobre la calidad del gasto público sitúan a España "en la franja media-baja de la valoración, con un empeoramiento relativo en la última década". Es decir, que el esfuerzo fiscal de los españoles durante todos estos años no sólo no ha servido para mejorar sus índices de satisfacción sino que los ha deteriorado. Lo que coincide con una sospecha que tiene visos de ser sensata: conforme va pasando el tiempo, el Estado funciona peor porque también es más grande y tiene más medios, que no sabe cómo emplear. Una consideración que es igualmente aplicable a las autonomías, que han llegado a su nivel de incompetencia mucho más rápidamente de lo que nadie pudo imaginar.

Esto no es nada extraño si se tiene en cuenta cuáles son los modos y maneras de la función pública, un tipo de gestión arcaico que, a pesar de su tamaño y crecimiento -suma más de tres millones de empleados-, no ha sufrido durante estos años ninguna reforma digna de tal nombre. Sería un milagro que sobre supuestos de continuidad (por no llamarlo continuismo), sin reto alguno en el plano de la competitividad o los costes, con plantillas que nada tienen que ver con la tarea desarrollada, con funcionarios que no pueden ser despedidos hagan lo que hagan, sin posibilidad de negociar convenios que vinculen salario y productividad, dirigidos y controlados por políticos que en un 80% son también funcionarios; sería un milagro, repito, que ese inmenso dinosaurio funcionase no ya como el sector privado sino a velocidad de crucero.

Y es que los servicios públicos puede que no respondan a ningún tipo de racionalidad externa pero responden, y de qué manera, a los intereses privados de quienes los planifican y ejecutan. Presión fiscal y calidad de los servicios han seguido caminos divergentes porque la clase administrativa-el complejo funcionarial-político- ha sabido identificar perfectamente sus prioridades y las ha convertido en las prioridades de la Administración. Ejemplos: su cada vez más escasa movilidad funcional o geográfica, cuando antiguamente fue una de las señales de identidad de la función pública; sus horarios efectivos; sus niveles de absentismo, o sus salarios, cada vez más alejados de los del sector privado. Según datos del Banco de España, los empleados públicos ganan entre un 46% más por hora de presencia que los empleados del sector privado en Euskadi o un 60% en Andalucía.

Con estos supuestos, no es de extrañar que el gap entre lo que los ciudadanos pagan y lo que reciben se haya ampliado en los últimos tiempos. Los políticos, perfectamente conscientes de este hecho, han hecho de la opacidad una práctica corriente y han seguido aumentando la presión fiscal con un sistema impositivo claramente sobredimensionado, que proporciona en años de bonanza crecimientos espectaculares de la recaudación. Este año, hasta octubre, un 12%. Mientras, el Gobierno aporta una "falsa apariencia de disciplina fiscal", como ha dicho en este periódico Angel Ubide hace unos días. El gasto público sigue aumentando por necesidades políticas y el superávit alcanzado sólo es producto del aumento cíclico de los ingresos que genera la bonanza.

Los ciudadanos creímos que el Estado estaría a nuestro servicio y ahora sabemos que nosotros estamos al suyo. Lo peor es que, a pesar de haber secuestrado un área inmensa de la economía -el sector público representa un 40% aproximadamente del PIB-, no tenemos ninguna garantía, más bien al contrario, de que aquellas promesas que pusieron en marcha su imparable crecimiento -las del Estado de bienestar, básicamente- vayan a verse cumplidas.

Antxon Pérez de Calleja es economista.

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