La cuestión religiosa en la Segunda República
En estas fechas hace 75 años, el 9 de diciembre, fue aprobaba la Constitución de la Segunda República. Es bueno hacer memoria de los múltiples avances que supuso -democracia constitucional, sufragio femenino, establecimiento de los pilares de un Estado descentralizado-, pero también de los fracasos, entre ellos el de la política religiosa. La mayoría gobernante poco imaginaba que aquel texto, lejos de cerrar la cuestión religiosa arrastrada en España desde el XIX, se volvería en el más poderoso factor en su contra.
El ministro de Justicia, el socialista Fernando de los Ríos, abrió el debate parlamentario sobre el artículo 26 del proyecto constitucional el 8 de octubre de 1931. Su vibrante oratoria arrancó una gran ovación cuando, dirigiéndose a la minoría católica, denunció la intransigencia del catolicismo español y el dolor causado por una Iglesia que había vivido por siglos confundida con la Monarquía "haciéndonos constantemente objeto de las más hondas vejaciones". Azaña lo cerraría el 13 de octubre, con el célebre discurso "España ha dejado de ser católica". En los días siguientes vendría la dimisión de la parte católica del Gobierno republicano, el presidente Alcalá Zamora y el ministro de Gobernación, Maura. Y también aquella noche en que Azaña se acostó ministro y despertó presidente. Es verdad que el líder de Izquierda Republicana había conseguido moderar la posición inicial de los socialistas en favor de la expulsión constitucional de todas las congregaciones. Pero aún así la expulsión de la Compañía de Jesús, la prohibición de enseñar a las órdenes religiosas y la supresión del presupuesto eclesiástico en dos años, en lugar de resultar una "verdadera defensa de la República" se convirtió en el principio del fin del nuevo régimen. En un país como España, la hegemonía republicana sólo podía construirse con éxito sobre la inclusión progresiva del catolicismo en el sistema republicano. La solución adoptada por la intransigencia de la minoría socialista a propuesta de Azaña, basada en la exclusión del catolicismo, "resolvió una crisis de gobierno, pero creó una crisis de sistema", como dice el biógrafo de De los Ríos y rector de la Universidad de Alcalá, Virgilio Zapatero.
La aprobación del que finalmente sería el artículo 24 marcó un antes y un después en el devenir de la República, como señalaron posteriormente diferentes protagonistas de la época como Largo Caballero, Marcelino Domingo, Alcalá Zamora o el propio Azaña. Hasta aquel artículo, los hombres que trajeron la República marchaban unidos. Pero como dijo Domingo ese día "marcó una división y trazó caminos que convergían y divergían". La cuestión religiosa había conseguido "unir a los antirrepublicanos y separar a los republicanos". No era la primera vez en la historia de España.
La modernización del Estado español exigía sin duda un proceso de laicización y de separación entre el Estado y la Iglesia. La formación del Estado había quedado sellada desde el siglo XVI por la confesionalidad católica. El nuevo régimen democrático debía constituirse sobre el principio de la libertad de conciencia y religiosa. Consiguientemente, debía afirmar la separación entre el Estado y la Iglesia y reconocer la libertad de cultos. En consecuencia, con ello había de impulsar diferentes medidas que toparon con las resistencias de la jerarquía católica de la época, como la escuela laica con religión optativa, la secularización de los cementerios, el divorcio civil o el reconocimiento de las confesiones minoritarias, principalmente de judíos y protestantes. Sin embargo el proyecto de laicización tomó un sesgo anticlerical excluyente y ello hizo fracasar el intento de una solución de conciliación.
Hubo una oportunidad, de ella es bueno hacer memoria. La protagonizaron De los Ríos y Alcalá Zamora por parte del Gobierno y Vidal i Barraquer y el nuncio Tedeschini, con el apoyo de Pacelli, por la de la Iglesia católica, en lo que se conoce como Acuerdo Reservado. Los puntos de conciliación que habían alcanzado se sustanciaron así: 1º) Reconocimiento de la personalidad jurídica de la Iglesia, su estructura jerárquica, libre ejercicio de culto y de la propiedad de sus bienes; 2º) Un convenio entre la República y la Santa Sede para el reconocimiento antedicho. Aunque Alcalá-Zamora y Lerroux eran partidarios de un Concordato, el ministro de Justicia era partidario de un modus vivendi que más tarde pudiera conducir al Concordato en circunstancias más propi-cias. "Pero", escribe en sus notas Vidal y Barraquer, "no defenderá la forma de Concordato" y tampoco "acepta la declaración de Corporación de Derecho Público para la Iglesia", lo que en ningún caso significa "aminoración en el reconocimiento" de su personalidad jurídica; 3º) Respeto "en su constitución y régimen propios y en sus bienes, al menos los actualmente poseídos" a las congregaciones religiosas. Éstas quedarían sujetas a las leyes generales del país. El Gobierno defendería en bloque a todas las congregaciones; 4º) Reconocimiento de la plena libertad de enseñanza de todo español y por ello también de la Iglesia a "crear, sostener y regir establecimientos docentes, sometidos a la inspección del Estado en cuanto a la fijación de un plan mínimo de enseñanza y salvaguardia de la moral, higiene y seguridad del Estado"; 5) En presupuesto de culto y clero acordaron la conservación de los derechos adquiridos y la amortización a medida que se fueran produciendo vacantes. Se contemplaba la sustitución progresiva de la partida de culto por una subvención global dedicada a la conservación del patrimonio histórico-artístico. Este acuerdo implicaba por parte de la Iglesia el reconocimiento de la República y para facilitar las cosas la Iglesia se comprometía a forzar la dimisión del perturbador Primado de Toledo, Pedro Segura, lo que Roma cumplió.
De los Ríos se empeñó hasta el extremo por lograr una solución dialogada, defendió un modus vivendi entre la República y la Iglesia. Su discurso parlamentario, hecho a título personal y por motivos de conciencia, quiso convencer a la mayoría republicana de la Cámara y particularmente al grupo parlamentario socialista de su opción, la que habían tejido con hilvanes en los diálogos con la Iglesia. Sin embargo, su apuesta fracasó.
Nadie podía dudar de la voluntad laicizadora de Fernando de los Ríos. Tenía razones jurídicas, sociológicas y biográficas para ello. Se había forjado en la Institución Libre de Enseñanza, como discípulo y pariente de Giner de los Ríos. Republicanos y socialistas confiaron en él, primero, el Ministerio de Gracia y Justicia y, después, una vez aprobada la Constitución, el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. En ambos iban a dirimirse los contenciosos que la República podía y habría de tener con la Iglesia. Sin embargo, él defendió una posición moderada, proclive al acuerdo. Pero perdió contra su partido y contra la Cámara. Así le escribía a Manuel de Falla el 19 de abril de 1933: "Frente a mi partido y contra la mayoría, al discutirse la cuestión religiosa en el Parlamento, sostuve la actitud más moderada y respetuosa que hubo de ser defendida, la que ahora lamentan las derechas que no se adoptara, esas derechas que en sus periódicos me presentan como símbolo de antirreligiosidad y en privado me piden amparo de continuo, desde el canónigo Molina hasta el propio Gil Robles. ¡Si viese cuanta amargura causa todo esto!".
En lugar de instrucciones y declaraciones un tanto arrojadizas sería preciso ponernos a sentar las bases de un pacto por una laicidad incluyente. Es necesario el desarrollo activo de la laicidad del Estado, de las instituciones públicas y de las leyes ante restos de confesionalismo; pero debe hacerse no frente al factor religioso sino desde el reconocimiento de su aportación a la construcción de una sociedad justa, a la deliberación pública y a la convivencia democrática. También es preciso un marco ético y cívico compartido, pero éste debe sostenerse y enriquecerse no sólo desde matrices laicas sino también religiosas y desde el diálogo entre unas y otras. Es necesaria una acción positiva para superar la discriminación de las minorías religiosas como son la protestante, la judía y la musulmana, pero no para difuminar el catolicismo como una entre otras, obviando reconocer lo sociológicamente obvio, la singularidad cultural y pública del catolicismo en un país como España. Es hora de debate sobre el papel de las creencias religiosas en la sociedad española, pero aprendamos unos y otros de nuestra historia.
Carlos García de Andoin es coordinador federal de Cristianos Socialistas del PSOE.
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