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Récord en Barajas
Columna
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Perla sin hilo

Anatxu Zabalbeascoa

Primero fueron los museos. El Louvre, con la pirámide de I. M. Pei, que anunciaba el cambio, fue el pionero. A la mayor pinacoteca del mundo no le bastaba con los óleos y las esculturas de los genios del pasado. Más restaurantes, más tiendas, más librerías, más oficinas, un parque de bomberos y hasta una peluquería servían para atraer a un público que debía llegar en mayor cantidad para quedarse menos tiempo. Luego les tocó el turno a los aeropuertos.

El negocio por los cafés o la venta de perfumes superó los números que movían los propios aviones. Los tiempos de espera favorecían ese comercio. Hoy, los descomunales aeródromos del mundo se han convertido en ciudades del vuelo. Han pasado del bar, el buzón, la capilla y el barbero (para hombres) de antaño, a albergar lo inimaginable: desde salas de cine hasta periódicos propios, guarderías infantiles, hoteles, centros ecuménicos y salas de masajes.

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Queremos variedad gastronómica para la espera y demandamos vuelos frecuentes y económicos. Esa oferta existe. Pero ni en la era del chándal y el fast food podemos pedir champán a precio de cerveza. Mera cuestión de cuentas. Y de prioridades.

Así, los nuevos aeropuertos nacen con una triple necesidad: ser grandes, sencillos pero seguros, y mantenerse cerca de las ciudades. Pensemos en los segundos aeródromos de las grandes metrópolis: Londres, Nueva York o Milán. Todos multiplicaron por tres la distancia del centro del primer aeropuerto. Y muy pocos están a menos de una hora en coche, desde el centro (descontando los atascos).

En Asia, donde se han construido los aeródromos más vanguardistas de los últimos tiempos, no ha habido otro remedio que ganar terreno al mar. Así, tanto Renzo Piano en Osaka, como Norman Foster en Hong Kong, levantaron pistas de aterrizaje sobre diques en aguas marinas. ¿Ciencia-ficción? Dura o fascinante realidad.

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La mayor crítica que recibe la T-4 de Madrid, la distancia, es, desde esa perspectiva, una minucia. Está casi al lado de su base nodriza. Y a menos de media hora del centro de la capital. Aunque la falta de metro directo sí es su mayor inconveniente.

Y aunque el peaje para llegar hasta ella no sea una imposición popular entre los ciudadanos, la terminal de Lamela y Rogers es un edificio más que notable. Que siendo un gigante consiga ser claro, que a los viajeros no les cueste orientarse (se accede por una puerta en el centro desde la que se ve, con transparencia, hasta la sala de embarque en un mismo piso), que tenga luz natural sin convertirse en un invernadero en verano, que el aparcamiento respire escondido bajo un manto vegetal y que la terminal hable un idioma contemporáneo sin lujos ostentosos ni demostraciones de vanguardia son más que méritos para la lista de galardones que ha ido acumulando: del Premio Stirling (el más prestigioso del Reino Unido), al IstructE de ingeniería, pasando por el más reciente del Ayuntamiento de Madrid.

¿Falla, pues, la arquitectura o hace aguas el urbanismo? La T-4 demuestra, una vez más, la necesidad de coordinar las decisiones políticas. La buena arquitectura sin buen urbanismo es una perla sin hilo: si no está en un collar, no es joya.

Y ya lo decía Flaubert: no son las perlas sino el hilo lo que hace el collar.

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