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Reportaje:Castillos de Madrid

Vigías de piedra y poesía

La Comunidad edita un libro de los castillos de la región, algunos construidos hace 1.000 años y que hoy sostienen antenas de telefonía

Algunos de los 24 torreones de los construidos por los musulmanes entre los siglos IX y XI en la región de Madrid y su perímetro, sirven hoy como hitos para albergar antenas de telefonía móvil. El Vellón, Venturada, Arrebatacapas y El Berrueco son algunos de los enclaves donde fueron edificados y allí, en mejor o peor estado, permanecen enhiestos. Ya en el arranque del siglo XIX, muchos de estos hitos sirvieron para la comunicación telegráfica. La razón del uso de tales torreones de piedra y argamasa durante un milenio, casi ininterrumpidamente, se basa en el valor comunicacional de los promontorios que ocupan.

La Comunidad de Madrid cuenta con un patrimonio de 24 atalayas y 18 castillos, más recintos amurallados -como el que circunda la localidad de Buitrago de Lozoya, hoy en fase de rehabilitación por la Consejería de Cultura- que, desde su pétrea entidad, aguantan con más o menos fortuna la erosión y el paso del tiempo. Unos, encaramados sobre riscos inhóspitos o lomas solitarias batidas por el viento y la intemperie; y otros, incluso habitados hoy, como el de la localidad sureña de Batres, donde se cree que nació el guerrero y trovador Garcilaso de la Vega, primer poeta en sonetos al modo de España.

El nacimiento en Toro de un hijo de Enrique III se supo en Segovia por señales de humo

Tres rasgos comunes caracterizan esas construcciones: su edificación como hitos para el control visual y estratégico del territorio; su cercanía a las corrientes fluviales; más la contigüidad de canchales, pedrizas o canteras que agilizaban su construcción.

De ellos y de los numerosos castillos con los que la región madrileña cuenta versa el libro Centinelas de piedra que el Gobierno de la Comunidad Autónoma, a través de la Dirección General de Patrimonio Histórico de la Consejería de Cultura y Deportes, acaba de editar con una publicación que se aproxima a su objeto desde la perspectiva de entenderlos como fortificaciones de cuño militar: las atalayas, con miras a la transmisión de información para la alerta y guerra; y los castillos, como fortines defensivos.

Las funciones de aquellas primigenias atalayas han variado con el discurrir del tiempo. Primero fueron construidas para la transmisión de señales de aviso o combate, mediante humo generado a base de grandes fogatas atizadas en su oquedad interior por sus torreros; se cuenta que ya en la Baja Edad Media fue enviada, por un procedimiento semejante desde la plaza zamorana de Toro hasta Segovia, noticia del nacimiento de un vástago del rey Enrique III.

Luego, tras servir de fortín en varios episodios de armas a los Comuneros alzados contra Carlos V, fueron empleados como hitos para las comunicaciones telegráficas a partir del siglo XIX; y hoy la misión de algunas consiste en servir de emisoras y/o receptoras para la teledirección de ondas electromagnéticas.

Las últimas interpretaciones al respecto aseguran que algunos ingenieros persas, expertos en topografía e hidráulica de canales, qanat, que viajaron hasta la España con los conquistadores árabes, conocían ya los secretos de un arte arcaico -hoy perdido- cuya meta era la detección y localización de los enclaves idóneos para asentar ciudades, emplazar fortificaciones o erigir observatorios. Con este fin aplicaban un decálogo de condiciones hídricas -raramente una atalaya dista largas distancias de un curso de agua- atmosféricas y topográficas y otras, hoy desconocidas aunque presumiblemente vinculadas al magnetismo telúrico, cuyo compendio determinaba la mejor cualidad del enclave y la bonanza y benignidad de vida para sus moradores. La pericia de los expertos persas en tal arte localizador era tanta que aún hoy sirve para usos de telefonía.

Del patrimonio castellano madrileño, lo más remarcable es su gran diversidad, ya que abarca desde las construcciones de la Alta Edad Media, en los albores dela conquista musulmana del territorio matritense, hasta la ulterior instalación en sus lares de las Órdenes Militares, como la de Santiago en el majestuoso castillo flanqueado de ocho contrafuertes tubulares, de la localidad de Villarejo de Salvanés, hoy en la penúltima fase de su rehabilitación completa; e, incluso, el siglo XVIII en el que, sobre lares históricos, se irguieron edificaciones ya evolucionadas hacia formas palaciegas, como en los castillos de Viñuelas y de Chinchón.

El libro da cuenta de los orígenes ancestrales de las fortificaciones, que el autor del texto, Fernando Sáez Lara, sitúa en los poblados de la edad del cobre, en la era conocida como calcolítica y de la cual los vestigios de la localidad madrileña de Gózquez de Arriba serían un primer testimonio arqueológico estudiado.

Elemento precedente fue el foso, excavación hecha para guarecer de adversarios belicosos a los pobladores del cercado y, además, como elemento simbólico de un ámbito territorial tangible de vida en común, que era reforzado con empalizadas.

El texto hace hincapié luego en las fortificaciones romanas, inicialmente signadas por las geometrías lineales y que, a partir del siglo III de nuestra era, comienzan a modificarse con torres tubulares que pasaron más tarde a jalonar amurallamientos conocidos, como en Alcalá o Ávila.

Es significativo el hecho de que los poblados romanos mantenían una disposición invariada, sobre dos ejes, uno en sentido este-oeste, decumano, y otro, norte-sur, cardo. Muchos de los edificios fortificados posteriores a la época romana conservaron esta misma axialidad.

De la era visigoda, pese a ser la más feudal por los nexos vasalláticos de origen germano que aplicaba en sus dominios, apenas quedan restos de fortificaciones. Los existentes se sitúan en la provincia de Guadalajara, en Recópolis, la ciudad de Recaredo, regalada por Leovigildo a su hijo. A raíz de un incendio que devastó hace dos años y medio el área de Zorita de los Canes, a unos 70 kilómetros de Madrid, la tupida vegetación de una península inaccesible situada entre los ríos Tajo y Guadiela, cerca de Buendía, hizo aflorar restos de una ciudad amurallada de amplio perímetro, que pudo ser la ciudadela militar que guarecía la Recópolis cortesana. El paraje de su enclave era extraordinariamente semejante al de Toledo.

A medida que la Reconquista cristiana desmilitarizó la región madrileña, los castillos pasaron a desempeñar funciones de acreditación de poderío y señorío, por parte de arzobispos, como el de Toledo, dueño feudal de Alcalá de Henares y su comarca -castillo-prisión de Santorcaz, incluido- o nobles como los Mendoza, señores de Santillana y del Infantado, tenientes de la villa amurallada de Buitrago y de esa joya renacentista, albergue de trovadores, el castillo de Manzanares el Real. En él se firmó el acta de nacimiento de la Autonomía de Madrid. Su galería cimera remata su perfil con una cenefa flamígera de bellísima hechura. Pero, aún hoy, permanece pendiente de rehabilitación su desvencijada ala norte. Al dominio señorial del castillo de Manzanares pertenece la enigmática atalaya de Torrelodones, soporte por estas fechas de una estela navideña.

La vida dentro de un castillo es hoy un placer -y su conservación, un pesado deber- reservado a unos pocos. Es el caso del arquitecto Miguel Oriol, que posee uno en la provincia de Toledo. "Más que castillo, se trata de una antigua casa romana, de tiempos de Domiciano, fortificada luego y convertida en palacio", explica. "Dentro de un castillo se experimenta una sensación de arropamiento, de defensa absoluta, que forma parte de un atavismo como el que impulsa al niño, antes de ser educado, hacia la caza", dice.

Los principales problemas de los castillos son de calefacción -tienen muros de 1,5 metros de espesor- e iluminación, si bien casi todos suelen disponer de patios que dan luz a sus interiores. El de Arroyomolinos muestra una única torre, la del homenaje, la más esbelta de la región.

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