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Tribuna
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Víctimas

Fernando Savater

Las víctimas del terrorismo han tardado mucho en aparecer a la luz pública no sólo en el campo de la realidad social sino también en la literatura o el cine. La mayoría de las novelas y películas centradas en este prolongado horror tienen como protagonistas a etarras, amigos de etarras o familiares de etarras: con mejor o peor fortuna (en general peor, la verdad sea dicha) cuentan los problemas de conciencia, arrepentimientos o reafirmaciones ideológicas de estos voluntariosos criminales. Por lo visto todos tienen mucha "vida interior", aunque al tratarles se les note más bien poco, y desde luego mayor interés dramático que quienes les padecen. En tales narraciones pasa como en los films de Tarantino, donde los pistoleros están llenos de colorido pasional y los liquidados forman parte todo lo más del mobiliario urbano. Según mi criterio, y no quisiera ser injusto con nadie por olvido o desconocimiento, hasta ese admirable puñado de relatos que son Los peces de la amargura (ed. Tusquets), de Fernando Aramburu, las víctimas del terrorismo no habían encontrado un reconocimiento artístico de su humilde calvario a la altura exigible. Dejando aparte, por supuesto, las dos grandes novelas de Raúl Guerra Garrido, Una lectura insólita del capital y sobre todo La carta, pioneras en el tema. Por cierto, Raúl, felicidades por el Premio de las Letras y no permitas que las insidias de algún maledicente profesional enturbien tu merecida fiesta.

Las víctimas han recorrido un significativo trayecto, sin duda muy revelador de los vaivenes de la opinión pública en nuestras sociedades actuales: han pasado del desconocimiento y el desinterés al reconocimiento fervoroso y de éste al recelo político por un lado y a la sacralización mediática por otro. La propia noción de "víctima del terrorismo" es equívoca porque en la inmensa mayoría de los casos se trata más bien de familiares de víctimas que de víctimas en carne propia. En otros casos no existe esta ambigüedad: nadie llama "víctima de la circulación" a la madre o al marido de quien sufrió un choque o atropello, sino sólo a la propia persona damnificada. Claro que los accidentes de tráfico o laborales no están intencionalmente orientados contra la comunidad democrática en cuanto tal y los crímenes terroristas sí. Entre las víctimas de ETA hay de todo, puesto que la propia ETA ha golpeado a la sociedad en sus más diversos grupos y clases: vascos y ciudadanos de otras partes de España, funcionarios y simples particulares, personas destacadas por su lucha de años contra el terrorismo y gente que se enteró de que existía esa lacra sólo cuando les tocó sufrirla a ellos, etc... En cualquier caso, tienen cosas en común: necesitan apoyo social tanto en lo anímico como en los problemas materiales y exigen estricta justicia, es decir, que se aplique a sus agresores el rigor de la ley y no el oportunismo de la política. Quieren que la justicia de todos les ampare, puesto que renuncian a tomársela por su mano: ¿cómo no darles la razón? Cuando les oigo reivindicar "memoria, dignidad y justicia" entiendo muy bien la primera y la tercera de estas exigencias, no tanto la segunda: en efecto, ninguna víctima ni pariente de víctima ha visto nunca en cuestión su dignidad por serlo. Al contrario, los indignos son los asesinos, sus cómplices, sus justificadores teóricos, quienes se aprovechan del terror causado por otros o quienes se han despreocupado de las víctimas hasta que les ha sido políticamente rentable mostrarles estentórea veneración.

Cada una de las víctimas propiamente dichas y de sus familiares o herederos tienen sus propias ideas políticas, ni mejores ni peores por ser suyas que las del resto de los ciudadanos. Ser víctima del terrorismo, en cualquiera de los sentidos, no es haber hecho un máster en filosofía política. Sus opiniones en ese campo no son "respetables" sino "discutibles", como las de usted o las mías: lo respetable, en todo caso, serán las personas que las sostienen. De modo que es inútil insistir en que las víctimas están políticamente manipuladas cuando no dicen lo que quisiéramos oírles. Son mayores de edad y aciertan o se equivocan solas, sin necesidad de que ningún político les coma el tarro. Al contrario, suelen ser los políticos (y no digamos los hooligans mediáticos, aplicados a la rentabilidad del estruendo) quienes se arriman a su sombra para promocionarse a sí mismos mientras parecen jalearles a ellos. Bueno, ¿y qué? Así es la democracia. A mí me parece que el truculento mensaje sobre "traiciones" y "rendiciones" que maneja la AVT -por no hablar de la mezcla del llamado "proceso de paz" con la bazofia ridícula e inconsistente de la supuesta conspiración del 11-M- es una actitud equivocada, que daña la causa que pretende defender. Pero no supongo que al señor Alcaraz le tengan hipnotizado Acebes o Zaplana para decir lo que dice.¿Acaso alguien manipula, por ejemplo, a Suso de Toro cuando asegura sin dudar que Ciutadans representa "el más rancio españolismo"? No, de ningún modo, seguro que lo piensa de veras; bueno, si la palabra "pensar" resulta en este caso exagerada, digamos que lo cree de veras. ¿Que la mayoría de las víctimas confía más en la derecha que en la izquierda? Así parece y la culpa -si culpa hay- no es sólo suya. Recordemos que en este país está vigente la absurda superstición de que los nacionalismos separatistas y étnicos son de izquierdas... ¡y hasta forman mayorías de progreso! Hace poco, Santiago Carrillo decía públicamente: "La paz merece que, por un momento, nos olvidemos de las leyes". No hay mejor síntesis de lo que muchos temen, con razón, que el "proceso de paz" sea o pueda llegar a ser. Y como tienen a Carrillo o a Javier Madrazo por gente de izquierdas, pues prefieren a la derecha. Algunos lo sentimos mucho, pero así está el patio.

Sin embargo, la verdadera y peor manipulación política de las víctimas sigue sin ser denunciada. Porque no consiste en aprovecharse de tales o cuales personas sino del concepto mismo de víctimas del terrorismo. Hoy se prodigan los reconocimientos y las condolencias a las víctimas para hacer creer que la cuestión de ETA es un asunto que fundamentalmente se polariza entre terroristas y víctimas de atentados. Es decir, que se trata de resolver un problema "humanitario": no más sufrimiento, ni más muerte, no más viudas ni huérfanos, enjuguemos las lágrimas de los dolientes y evitemos que se derramen más, etc... Por eso se habla de "paz", pese a la evidencia de que no estamos en ninguna guerra: porque ese término se presta más a los servicios de la Cruz Roja que la palabra "libertad". Cuando se diseña el acuerdo de convivencia que culminará el proceso de paz, nunca se olvida mencionar el debido respeto y homenaje a las víctimas. Y los representantes más altos del Gobierno vasco acuden a pedir perdón por su desinterés del pasado a las víctimas (sobre todo a las andaluzas: las víctimas son tanto más respetables cuanto más lejanas). Pero en cambio nunca harán el mismo acto de contrición respecto a quienes han sido el objetivo ideológico de ETA todos estos años: los no nacionalistas y sus representantes políticos.

No les he oído nunca decir en público que los no nacionalistas merecen una reparación política y social por la marginación y acoso que han sufrido durante el período de la peor violencia. Tampoco he oído que admitan las ventajas que han obtenido sobre ellos los partidos nacionalistas gracias al terror -lamentable pero útil- impuesto por ETA. Ni lo más importante: que yo sepa, nadie ha reconocido que cuando ETA desaparezca, la convivencia y el fair play democrático pasará por dar cancha a la opción no nacionalista en los campos en que hasta ahora ha sido hostilizada o excluida, no en apretar las tuercas del nacionalismo como pago al cese de la violencia. Porque el problema no está entre ETA por un lado y las víctimas por otro, sino entre el nacionalismo violento y quienes han padecido su agresión por no ser nacionalistas. No se trata de buscar un remedio humanitario, sino de defender derechos constitucionales conculcados.

Los sabios posmodernos que hoy abundan nos aseguran que el asunto es muy complejo y que las interpretaciones varían. No tanto, no tanto... Cuando a Clemenceau le preguntaron qué creía él que dirían los historiadores sobre la Primera Guerra Mundial, repuso: "Seguro que no dicen que Bélgica invadió a Alemania". Por muy flexibles que sean los criterios de interpretación, nadie sostendrá mañana que Irene Villa o Eduardo Madina mutilaron a Txapote o Valentín Lasarte. Ni suscribirán la versión de Ortuondo en Estrasburgo, según la cual la violencia terrorista proviene de la frustración sufrida por algunos nacionalistas ante sus reivindicaciones desatendidas. Nadie dirá que durante los pasados treinta años los no nacionalistas han controlado a su gusto el País Vasco, mientras los nacionalistas vivían en una hostigada semi-clandestinidad. Sin duda hay que "normalizar" políticamente Euskadi. Pero hoy lo anormal es la hipertrofia nacionalista entre una ciudadanía en la que tanto abundan quienes piensan de otro modo. En este conflicto no sólo ha habido muchas víctimas, sino que la principal víctima ha sido la libertad de muchos. ¿Cuántas veces más habrá que volver a decirlo?

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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