La nación de los intelectuales
El parlamento de Canadá aprobó la semana pasada una moción por la que la cámara "reconoce que los quebequeses forman una nación dentro de Canadá". Esa declaración fue interpretada por los nacionalistas vascos como un aval de sus propias posiciones: el Gobierno vasco, del plan Ibarretxe; Batasuna, de su propuesta de superación del conflicto mediante el reconocimiento del derecho a decidir. La moción fue una consecuencia indirecta de la aparición en el primer partido de la oposición, el Liberal (que había gobernado Canadá entre 1993 y enero pasado), de un sector partidario de reconocer a Quebec la condición de nación en un sentido sociológico y cultural.
Esto sorprendió bastante aquí, sobre todo porque entre los que defendían ese planteamiento figuraban dos intelectuales muy conocidos en España y especialmente críticos con el nacionalismo: Stéphane Dion, que pasó de la Universidad a la política para tener ocasión de poner en práctica sus teorías sobre la cuestión nacional y que, tras su nombramiento como ministro de Asuntos Intergubernamentales, fue el impulsor de la famosa Ley de Claridad, que puso orden al debate sobre la autodeterminación de Quebec; y Michael Ignatieff, ex profesor en Harvard y conocido sobre todo por su libro sobre los conflictos étnicos en la ex Yugoslavia (El honor del guerrero. Taurus, 1999). Ambos compitieron el pasado fin de semana por el liderazgo en el Partido Liberal, que celebraba congreso. Ganó Dion.
Este último estuvo hace un año en Zaragoza para presentar su libro La política de la claridad (Alianza, 2005). Era un momento marcado aquí por el debate sobre el Estatuto catalán, y le preguntaron si Quebec era una nación. Respondió que el problema no era el reconocimiento de la condición de nación sino la pretensión de dar a esa definición alcance jurídico y hacer derivar de ella derechos especiales, por encima de la Constitución, como el de autodeterminación. Esa es una diferencia con los planteamientos soberanistas de Ibarretxe o de Otegi. Tanto Dion como Ignatieff han sido reticentes al uso de ese principio: las demandas de autodeterminación deben resolverse dentro del marco estatal si ese marco es democrático y dispone de mecanismos de descentralización, opinaba Ignatieff en Los derechos humanos como política e idolatría (Paidós, 2003). Conviene sobre todo -añadía- evitar premiar demandas secesionistas apoyadas por el terrorismo, ya que supondrían entregar el poder a grupos sin credenciales democráticas. Para Dion, la autodeterminación para la secesión es uno de los actos que suscitan mayor división interna en una sociedad, por lo que aceptar sin más que sea un derecho plantea problemas morales: invita a los ciudadanos a romper sus lazos de solidaridad por afinidades étnicas o religiosas y de ahí su difícil compatibilidad con la democracia.
Otros intelectuales le dieron a Ibarretxe el embarque de que la resolución del Tribunal Supremo de Canadá demostraba que la autodeterminación no sólo es aplicable a países coloniales. Sin embargo, eso es lo que dicen los soberanistas quebequeses, no lo que se deduce de esa resolución: que excepto en situaciones coloniales o de abierta opresión nacional, la autodeterminación se realiza en el marco del Estado; y que en todo caso, la decisión no puede ser unilateral, de la parte que lo plantea, sino negociada con el resto. A lo que cabría añadir que en sociedades plurales y democráticas, en las que gran parte de la población no es independentista, hay soluciones, las autonómicas o federales, más satisfactorias (capaces de satisfacer a más personas) que las derivadas del expediente de autodeterminación, que fuerza a cada ciudadano a elegir patria en términos excluyentes.
Hasta los años 90 gran parte de los intelectuales españoles admitían la definición de Euskadi (y de Cataluña) como nación. Fue a partir del pacto de Lizarra (que identificaba tal definición con derecho unilateral a la separación) y del planteamiento implícito de condicionar la retirada de ETA al reconocimiento de ese derecho, cuando se produjo la retirada de esa posición hacia la estricta definición constitucional: hay una nación política, España, compuesta por nacionalidades y regiones. El intento de desbordar esos límites introduciendo el término nación en los Estatutos de algunas comunidades ha provocado en otras una dinámica de emulación que está banalizando ese concepto mediante fórmulas alambicadas y un tanto cómicas.
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