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Novedades discográficas

Beethoven y Bach entre las novedades discográficas de un folleto de promoción. ¿Qué se puede ya decir, a estas alturas de la historia, sobre tamañas reliquias permanentemente renovadas? Ortega y Gasset, pensador osado capaz de pontificar sobre cualquier tema, escribió sin el menor rubor que "entre Bach y Beethoven existe toda la distancia que media entre una música de ideas y una música de sentimientos". A continuación, y ya para rematar, el filósofo precisaba que, en el caso de Beethoven, se trataba de "los sentimientos primarios que acometen al buen burgués". Theodor Adorno, que ya entendía más de música, daba una versión ideológica. Así, por ejemplo, Schönberg, héroe positivo, representaría el progreso, en tanto que Stravinski, héroe negativo, representaría la Restauración. Stravinski, que volvía a inspirarse en Bach, sería un símbolo de la colaboración con la sociedad capitalista que aplasta la subjetividad humana. Etcétera.

Milan Kundera, afortunadamente, está más fino. Aunque Kundera no lo diga con estas palabras, Bach sería el apogeo de la polifonía pre-humanista, antes de la enfermedad del yo (con toda su secuela de subjetivismo y sentimentalismo), antes de la sutura de la Edad Clásica. Después vendrían los románticos, con su discurso sentimental. Y, más adelante, los intentos retroprogresivos (la palabra es mía) para conciliar el discurso del yo con la sabiduría arcaica.

Lo que ocurre, pienso, es que todo gran autor es retroprogresivo -concilia la innovación con la tradición-, y que los sucesivos períodos de la historia de la música (occidental) suelen conservar los hallazgos de las épocas anteriores. Así sucede con el barroco en relación al renacimiento, con el clasicismo en relación al barroco, y con el romanticismo en relación al clasicismo. Beethoven, al final de su vida, volvió a Bach, e hizo reiterados ensayos para insertar la fuga en la sonata. El propio Chopin era casi más clásico que romántico: por su concisión y por su pudor; porque su virtuosismo nunca era gratuito. Ya iniciado el siglo XX, los mejores músicos -Stravinski, Bartók, Ravel, Debussy- comprenden que el retorno al pasado es el mejor camino para seguir componiendo. Así el impresionismo y el expresionismo son deudores de las ideas románticas, las cuales encontramos subterráneamente incluso en la obra de un compositor tan antirromántico como Stravinski. Al mismo tiempo se produce el descubrimiento de las tradiciones exóticas, la revalorización del folklore.

Bien es verdad que allá por la Primera Guerra Mundial, Arnold Schönberg, que había comenzado su carrera como un wagneriano tardío, decide que las posibilidades de la música tonal se han agotado. El cromatismo de un Claude Debussy habría sido su canto del cisne. En 1921 el propio Schönberg inventa el dodecafonismo. Ninguna nota posee superioridad tonal o armónica sobre otra; liberémonos de la tiranía de la consonancia, de lo que a oídos normales "suena bien", etc. Ahora bien, el dodecafonismo, y su derivada la música serial, fracasa al radicalizarse. La atonalidad absoluta carece de raíz. En teoría, la serie habría de permitir a cada compositor inventar su propio orden; en la práctica, todo gran artista se ha tomado ya las libertades que le parecieron oportunas. ¿En qué tono comienza la Novena Sinfonía de Beethoven?; hay una indeterminación tonal y modal que dura muchos compases hasta resolverse impresionantemente en re menor. También Scriabine rompió el molde en alguna de sus sonatas. Fauré, Debussy, Ravel se liberaron de la disciplina de la tonalidad sin pretender destruirla. Lo que no puede hacerse es partir de cero. ¿Por qué habría uno de prohibirse a priori momentos de efusión tonal? La retroprogresión es tan indispensable en música como en otras artes. Hay una continuidad dialéctica entre el canto de un trovador medieval y una pieza de Luciano Berio.

Y ese mismo efecto retroprogresivo puede conseguirse en la interpretación instrumental. Así sucede que, en música, no tiene por qué prevalecer la fidelidad histórica. Por ejemplo, a veces una misma obra de Bach, tocada al clavecín se hace monótona, tocada al piano nos arrebata. (Me ocurre con las Variaciones Goldberg). Ello es que al usar un instrumento más evolucionado para interpretar una pieza más arcaica, a veces, si la pieza es lo suficiente compleja y

ambivalente, se consigue profundizar en ambas direcciones, lo antiguo y lo moderno. Es el caso de Bach, que interpretado al piano -un instrumento que él no conoció, pero que de alguna manera presintió-, gana en hondura retroprogresiva, en ambivalencia, en complejidad, y cubre así una franja mucho más amplia de nuestro espectro receptivo. Confieso, pues, que no soy ningún fanático de la escuela de interpretación históricamente documentada que sólo utiliza instrumentos de la época. En algunos casos, el resultado es óptimo; en otros no. Es cierto que los post-románticos han cometido excesos, y que no se puede interpretar la música de cualquier período con criterios de nuestro siglo; pero no es menos cierto que algunos grandes autores permiten aproximaciones más complejas.

En todo caso es difícil glosar la dialéctica musical. El compositor español Luis de Pablo ofreció una vez una explicación sencilla sobre la aceptación de las músicas. "Aceptamos una música en la medida en que la hemos escuchado muchas veces". Como si dijéramos: en la medida en que la podemos tararear. De ahí la dificultad de ciertas novedades. Algunas de las músicas que hoy nos parecen obvias, le resultaban insoportables, por ejemplo, a Larra, que también fue crítico musical. Un día hizo Larra una crítica de Beethoven afirmando que era una música ininteligible que, en el mejor de los casos, exigía saber matemáticas para disfrutarla. (Perdonaríamos a Larra en el caso que se refiriese a alguno de los últimos cuartetos beethovenianos, de cuando el músico de Bonn escribía ya sin la menor intención de complacer, atento únicamente a su exigencia interior, a su perplejidad de animal acosado y sordo. Ciertamente, aquello resultaba ininteligible para la época).

En cualquier caso, Larra se equivocaba. Precisamente lo que no hay que hacer es estudiar "matemáticas" de cara al goce estético. (Lo cual no obsta para que se pueda describir el encadenamiento matemático y dialéctico de muchas grandes obras. Ernest Bloch lo hizo a propósito de la música medieval). Lo que quiero decir es que si nos limitamos a estudiar la estructura de una composición musical, el tejido de sus encadenamientos armónicos, la descomposición del discurso en sus elementos gramaticales, entonces se pierde lo esencial; más aún: hasta cabe que nos volvamos impotentes para el goce musical. Es por esto que siempre desconfié de estos "aficionados" que asisten a los conciertos, libreto o partitura en mano.

Bien mirado, ni las propias opiniones del autor de una música interesan demasiado. Brahms le escribió a Clara Schumann que el adagio de su primer concierto para piano era un retrato de ella. Ahora bien, el citado adagio es muchísimo más que un retrato de mujer. De ahí también un cierto contrasentido permanente en las óperas, incluidas las de Wagner: hay una desproporción de lenguajes. Una cosa es la enojosa inteligibilidad del lenguaje literario y otra la ambigüedad polidimensional del lenguaje musical. Hay siempre un plus en la música en relación al libreto. Lo que importa no es lo que el autor quiso decir, sino lo que su genio consiguió mostrar. Precisamente por ello, toda música es para ser "interpretada" y, finalmente, hay tantas interpretaciones como oyentes.

Salvador Pániker es filósofo y escritor.

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