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Proximidad

Desde hace meses oigo en los ambientes políticos -y sobre todo en los electorales- el propósito vago pero insistente de alcanzar una mayor proximidad en las decisiones y en la ejecución de los programas de Gobierno. La "proximidad" se cita como una panacea. Se entiende que se trata de una mayor aproximación al ciudadano, a sus demandas y aspiraciones, e incluso a una mejora en la transparencia informativa y en los posibles cauces participativos. Hasta aquí no hay reparos. Pero esgrimir la aproximación como gesto prioritario, definitivo y automático para la corrección radical de los errores de gobierno parece ser consecuencia de un insuficiente contenido político. O, incluso, una manera de disimular esa insuficiencia y afirmar un apoliticismo grave a favor de una simple gestión consensuada.

Un fundamento de la democracia es la participación directa y, por lo tanto, el establecimiento de una proximidad que permita políticas reales al servicio de las realidades populares

No hay duda de que un fundamento de la democracia es la participación directa de la ciudadanía y, por lo tanto, el establecimiento de una proximidad que permita políticas reales al servicio de las realidades populares. Pero no ha de interpretarse como una manera de aminorar o condicionar con gestos populistas, la autoridad y el valor direccional y pedagógico de la política. La aproximación ha de ofrecer datos para fortalecer los grandes cambios sociales que la política ha de promover, en contra de la conformidad conservadora que a menudo se genera entre la ciudadanía amorfa. No es lo mismo una proximidad como instrumento pedagógico para las transformaciones sociales propuestas por la política que una proximidad que acepte acríticamente aquella conformidad conservadora. Y me temo que algunos de los políticos que invocan la proximidad lo hacen en términos populistas con la aspiración de un consenso acrítico y despolitizado. ¿Una proximidad para llegar con autoridad a la transformación social alejándose de la vulgaridad facilona o una proximidad para ausentarse de la polémica y de las decisiones comprometidas e impopulares? ¿Una proximidad para fortalecer la acción política o para dejar el gobierno en manos de unos buenos gestores?

Quizás los peligros sean más evidentes en la política cultural y educativa. Gestionar un museo de acuerdo solamente con los conocimientos y los gustos del público en general sería tan estrambótico que no hace falta discutirlo. Pero favorecer los museos que tienen mayor cota de visitantes y rehuir los que producen experimentos minoritarios, empeñarse en premiar los programas de radio y televisión según su audiencia, subvencionar preferentemente a los espectáculos de menor cuantía cultural en atención a su popularidad, señalaría unas líneas peligrosas en las que se abandonan la exigencia de calidad, los esfuerzos de modernización e incluso los elitismos culturales como factores indispensables para ejercitar una pedagogía sobre toda la sociedad. Una pedagogía que no podrá evitar ciertos aspectos coercitivos: mostrar el arte de calidad, imponer la buena literatura y los buenos programas, exigir una "buena educación" en lugar de lo que el público reclama puede dañar las incultas expectativas de diversión de la mayor parte del público e, incluso, ser acusado de alejamiento aristocrático respecto al pueblo soberano. Pero para gobernar democráticamente hay que defender los principios políticos con un cierto distanciamiento intelectual, indispensable para una aproximación a la realidad, bajo la dirección de unos ideales programados. Sin ideas propias y sin debate no hay política y el Gobierno, en tal caso, se reduce a una gestoría de la inmediatez. Ser muy -demasiado- eficaz no equivale a ser un buen político.

Hace poco Beth Galí, presidenta del FAD, ha denunciado públicamente un tema que, a pesar de su aparente nimiedad, es un buen ejemplo: la falta de pedagogía cultural que acredita el horrible belén montado en la plaza de Sant Jaume. Después de algunos años de construir unos belenes que se esforzaban en ser innovadores con un nuevo lenguaje y una interpretación laica, festiva y dialogante, ahora se presenta un pésimo espectáculo de cartón-piedra que disimula la barbarie con la falsa tradición y que niega cualquier intento educativo. El espectáculo es tan disparatado que ni siquiera consigue aquella aproximación propuesta. Los ciudadanos están hoy mejor educados y ya no se sienten identificados con ese pastel de mal gusto.

Ese es uno de los problemas de la proximidad, sobre todo en temas de mayor envergadura y de mayor complejidad política: ¿A quién hay que aproximarse y cómo hay que hacerlo? ¿Qué proximidad se puede invocar, por ejemplo, en el desalojo de La Makabra y en la posterior ocupación de Can Ricart con un cariz de programa político? ¿A los okupas, a los propietarios especuladores, a los vecinos que piden tranquilidad y orden público, a los esperanzados con la lucha contra el sistema? ¿Es posible decidirlo sin la autoridad de un sistema de ideas políticas? ¿A quién se aproxima un Gobierno que opta por la gestión eficaz de los problemas de "las personas" -como dicen enfáticamente- y no considera prioritarios, por ejemplo, los temas identitarios? ¿Cómo hay que clasificar las distintas demandas vecinales si no hay una teoría, una autoridad y un proceso pedagógico? ¿A quién hay que aproximarse para aprobar una planificación urbana?

Oriol Bohigas es arquitecto.

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