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Columna
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El derecho a la libertad

Ahora que el fenómeno de la inmigración está cambiando la física y la psíquica del paisito, habría que insistir en los beneficios que comporta, entre ellos uno particularmente notable, al menos en sociedades intervenidas como la nuestra: la irresistible ampliación de la libertad económica, política y social.

Toda sociedad debería ofrecer a sus miembros la posibilidad de construir una vida independiente y labrarse un futuro próspero y estable. Pero los europeos no somos conscientes del muro infranqueable que supone, para los inmigrantes, nuestro férreo sistema de control público, nuestro rígido proceso de integración social. El acceso al empleo entre nosotros es difícil, pues crear un puesto de trabajo resulta muy caro; y no tanto, desde luego, por el dinero que llega al trabajador. La carestía laboral exige del asalariado tal grado de productividad que el empleador se lo piensa dos veces antes de ofrecer un nuevo empleo. Del mismo modo, acceder a la vivienda, legalizar una situación personal o abrir un negocio suponen tareas largas, complicadas y costosas.

Los que hemos nacido dentro del sistema padecemos las mismas trabas, pero partimos con la ventaja de afrontarlas desde jóvenes, paliarlas con apoyaturas familiares y vencer el laberinto burocrático que comporta organizar un proyecto de vida personal. En efecto, hoy los jóvenes casi necesitan llegar a la treintena para conquistar su autonomía. Nos hemos resignado a que sea así. Pues hay que imaginar qué esfuerzo supone conquistar tal autonomía para un emigrante que llega ya con esos treinta años cumplidos y debe empezar desde cero ese engorroso y complicado recorrido.

Los países de fuerte inmigración generan economías abiertas y dinámicas. Los inmigrantes presionan, aun de forma inconsciente, para liberalizar la economía. No puede llamarse de otro modo al crecimiento del mercado negro cuando la regulación oficial prohíbe satisfacer apremiantes necesidades de la gente. La vocación del inmigrante es progresar y para ello precisa una economía que ofrezca oportunidades y no que las constriña mediante una infinidad de reglamentos. La paradoja es que el inmigrante encuentra en Europa un sistema que le permite sobrevivir a base de ayudas públicas, pero que le dificulta asumir un proyecto de vida independiente. Lo cual, por supuesto, no es casual: puede convertirse así en la sumisa clientela de políticos sin escrúpulos. Quien clama por adherir a la espalda de cada inmigrante un asistente social se garantiza su gratitud, pero al terrible costo de imponerle una dependencia crónica, que acaso alcanzará a las siguientes generaciones. Basta ver lo que está ocurriendo en Francia para comprender qué nos espera si seguimos conceptuando al inmigrante, contra toda evidencia, como un adánico incapaz.

La gente, a pesar de todo, aún tiene coraje. En cierto sector de la ciudad en la que vivo, el mapa urbano explota en una rica diversidad mercantil. A las tiendas tradicionales se unen locutorios, tabernas de comida étnica. Hay herboristerías, tiendas de arreglos de ropa y de calzado. Modas Linchun. Modas Long. Modas Fang. Hay almacenes fascinantes, pintorescos, donde se intercambia toda clase de bienes: uno lleva allí su tostadora y la vende o la cambia por algo (eso sí que es comercio justo). Las calles son seguras porque todo el mundo está ocupado con sus cosas. ¿Cuánto tardará el poder público en liquidar esa pujante realidad? Muy poco: bastará que dicte una ordenanza.

A los que buscan convertir el derecho a voto de los recién llegados en un conflicto engorroso e innecesario, convendría aconsejarles que lucharan por garantizar a los inmigrantes derechos de menor alcurnia pero vinculados a la verdadera libertad: el derecho a ganarse la vida, el derecho a montar un negocio, el derecho a trabajar, el derecho a comerciar. Para vivir no es necesario pasar por ventanilla.

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