Espartaco y las mujeres
EL PAÍS presenta mañana, sábado, por 8,95 euros, la genial película de Stanley Kubrick con guión de Dalton Trumbo

Espartaco tiene tres famas. La primera es muy general, pues la comparte con las demás películas de Kubrick, seguramente -junto a Woody Allen- el cineasta americano más celebrado en Europa. Yo diría que Espartaco es la cuarta película más famosa del director, después de 2001, Naranja mecánica y Lolita. La segunda fama tiene que ver con su accidentado rodaje; Kirk Douglas, que además de interpretar al gladiador cristiano producía, impuso desde el principio su voluntad, manipuló el guión, echó al cabo de dos semanas de trabajo al primer director, Anthony Mann, y con Kubrick, hombre él mismo nada fácil, chocó a menudo, declarando años después que Kubrick "era un mierda; un mierda con talento". En último lugar estaría su resonancia, durante largo tiempo semisecreta, por la escena de seducción homosexual de Marco Craso (Laurence Oliver) a su esclavo Antonino (Tony Curtis), cortada por la Universal en 1960 y recientemente restaurada en su integridad en DVD. Cuando se estrenó, el propio guionista Dalton Trumbo escribió una invectiva de casi cien páginas contra la película, y ya antes Howard Fast, autor de la novela original (como Trumbo, un perseguido en la caza de brujas), había manifestado su desacuerdo con el proceso de adaptación.
Todo el mundo se llevó mal en Espartaco, pero la película salió en mi opinión mejor que bien. Las secuencias de acción (y especialmente las de pelea entre los gladiadores) tienen la acostumbrada potencia visual del cine de Kubrick, pero hoy nos gusta sobre todo la intimidad del drama, y dentro de él el trazado antagónico de sus mujeres. Jean Simmons, actriz a veces de lágrima fácil, hizo quizá su mejor interpretación en el papel de la esclava Varinia, y la dignidad altiva de su carácter tiene, en la escena en que derrama el vino al servir, un punto de pathos inolvidablemente conmovedor. Uno imagina a Kubrick junto a la cámara, llevado de su legendario perfeccionismo fastidioso, martirizando a Simmons con una y otra toma hasta lograr la verdadera emoción. Frente a ella, una gran actriz, Nina Foch, representa en su personaje de Helena una plutocracia femenina elegante y cínica, y sus modos de estar y de dirigirse al servicio ilustran con más elocuencia que un tratado de historia los condicionantes de la lucha de clases en la antigua Roma. Douglas está adecuadamente furioso casi siempre, pero mantiene el tipo en su primer encuentro, el de las meras caricias, con Varinia, y luce como excelente actor en el bellísimo momento campestre, cuando intercambian ambos el deseo de saber. A Trumbo, como buen izquierdista de la vieja escuela, no le gustó, por cristiana, la crucifixión final. Es un final hollywoodiense, donde se demuestra que el maestro Kubrick también sabía, si quería, ser arrasadoramente convencional.
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