La autenticidad del 'Quijote' original
Los autores no escriben los libros, ni siquiera sus propios libros. Sin embargo, los lectores siempre han sentido la tentación de atravesar las páginas impresas para reencontrar la obra tal como el escritor la compuso, deseó, soñó. En El texto del "Quijote", Francisco Rico recuerda que aunque es ésa una aspiración legítima tanto del crítico literario como del lector corriente, no debe sin embargo hacernos olvidar las múltiples intervenciones que hacen que un texto se convierta en un libro. Con una erudición deslumbrante y una minuciosa atención, Rico muestra que era así en tiempos de Cervantes, y sin duda aun más incluso que hoy, cuando los libros normalmente se imprimen a partir del texto redactado por el autor en la pantalla de su ordenador.
EL TEXTO DEL "QUIJOTE" Preliminares a una ecdótica del Siglo de Oro
Francisco Rico
Destino. Barcelona, 2006
Universidad de Valladolid, Centro para la Edición de los Clásicos Españoles
566 páginas. 28 euros
Hay varias razones para afirmar que el texto del Quijote, impreso en 1604 en el taller de Juan de la Cuesta con una tirada sin duda entre 1.500 y 1.750 ejemplares, era muy distinto del que salió de la pluma de Cervantes, o de la de Cide Hamete Benengeli. En el Siglo de Oro, los manuscritos de los autores no se utilizaban nunca por los tipógrafos, que componían con caracteres sueltos las páginas del libro en marcha. En todos los casos, lo que manejaban era el texto puesto en limpio por un amanuense profesional que, después de haber sido enviado al Consejo de Castilla, había recibido la aprobación y el privilegio correspondientes. Restituido de nuevo al autor, era éste el manuscrito que se remitía al librero-editor, que se lo entregaba al maestro impresor y a sus oficiales. Una primera diferencia separa, pues, el texto tal como lo redactó el amanuense (y que Francisco Rico designa como "borrador") de la copia en limpio u "original", caligrafiada por un copista que le impone unas normas que faltan absolutamente en los manuscritos de autor, que no se ajustan a ninguna regularidad gráfica e ignoran casi por completo la puntuación.
La preparación de la copia destinada a la composición tipográfica incrementa aún más la diferencia entre el manuscrito autógrafo y el texto que tendrá el lector en sus manos. En el Siglo de Oro, el autor delega en quien prepara la copia o en quienes componen las páginas las decisiones tocantes a la puntuación, acentuación y ortografía. Pero los oficiales del taller son también los encargados de repartir el "original" de manera que el libro pueda ser compuesto, no según el orden consecutivo del texto, cosa para la que no bastaban los caracteres tipográficos disponibles, sino por formas: es decir, componiendo todas las páginas que debían agruparse en una misma armazón de madera, la llamada "forma", y estampadas por la misma cara de un pliego (por ejemplo, para un pliego en cuarto las páginas 1, 4, 5 y 8). La impresión de un pliego podía, así, empezar cuando aún no habían sido compuestas todas las páginas de un mismo cuaderno. Si el reparto o "cuenta" del texto se hacía mal, la composición de las páginas de un pliego podía exigir ajustes que llegaban incluso a añadir o suprimir palabras, frases o párrafos completamente al margen de la voluntad del autor. El centenar de originales de imprenta conservados en la Biblioteca Nacional de Madrid ofrece a la demostración de Francisco Rico una base documental excepcional, con espléndidos ejemplos de las alteraciones textuales que imponía esa técnica de la composición por formas. (Pero en los seis excursos al final del libro, Rico da fascinantes detalles sobre la composición tipográfica del Ingenioso Hidalgo en el taller de Juan de la Cuesta, sobre el primer pliego de los preliminares, con la dedicatoria al duque de Béjar falsamente atribuida a Cervantes, sobre las variaciones del título de la obra o sobre las variantes de su texto empezando por la doble lección de la princeps: Quexana / Quixana).
Si a ello se añade, como aquí
se muestra, que una misma copia, leída por correctores o componedores diferentes, podía dar lugar a graves variaciones gramaticales y léxicas, el veredicto de Francisco Rico resulta inapelable: la edición princeps del Quijote, impresa apresuradamente en menos de sesenta días, entre finales de septiembre y primeros de diciembre de 1604, no puede, de ningún modo, ser considerada como el mismo texto que escribió, en el sentido propio y material del término, Miguel de Cervantes. De este modo, rechaza con fundamento el "mito" de la primera edición, considerada por algunos editores de la obra como si fuera el texto literal que su autor había confiado a las hojas de su manuscrito. Esta certeza errónea dio pie a las mayores extravagancias. A finales del siglo XIX, cuando las técnicas fotográficas lo hicieron posible, se difundió el fetichismo de que el facsímil permitía reproducir exactamente la primera edición y, así, se creó la ilusión de reencontrar la autenticidad del texto original. A finales del siglo XX, cuando la obsesión por la infinita polisemia de los textos impregnó la crítica literaria, se interpretó cada anomalía del texto como la expresión de una intención sutil, como un rasgo paródico o como un error voluntario por parte del autor. Sólo una profunda ignorancia de las prácticas de la edición antigua ha permitido pensar que Cervantes hubiese sido inmune al estado de la lengua de su tiempo, desconociese lo que era moneda corriente para la composición de su libro y, al mismo tiempo, hubiese podido liberarse de las disposiciones legales y técnicas vigentes para la publicación de libros. El texto cervantino se sometió, como todos los demás (y quizá más que el resto, por las prisas de su editor, Francisco de Robles, para que saliera antes de la Navidad de 1604), a los hábitos de los copistas, a los errores de los componedores, a las preferencias de los correctores. Ninguna edición antigua, y la primera aún menos que las otras, ni siquiera el original, si se hubiese conservado, podría poner al lector frente al texto que la pluma de Cervantes trazó en los cuadernos y hojas sueltas que constituyeron a lo largo de los años un manuscrito indudablemente muy inconexo y farragoso.
¿Debemos concluir, por ello, que Cervantes no intervino de ningún modo en las ediciones de la historia del Ingenioso Hidalgo? Al contrario, parece muy probable que Cervantes introdujo importantes correcciones y revisiones en la copia en limpio del amanuense profesional, y de ahí se derivaron graves anomalías en el volumen impreso. Por otro lado, Rico demuestra que el novelista aportó a las reediciones de 1605 y 1608 modificaciones que cambian la trama y el desarrollo del relato en episodios tan relevantes como la famosa y enojosa pérdida y reaparición del asno de Sancho.
"Una cosa es leer el Quijote
y otra es editarlo". Volviendo a los principios que lo han guiado para la edición del texto, Rico propone llamar "ecdótica del Siglo de Oro" a una teoría, una práctica y una ética de la edición de los textos que se convirtieron en clásicos. Según él, la responsabilidad del editor es doble: por una parte, se trata de tener presentes todos los saberes (filológico, bibliográfico, histórico) que permitan entender la composición y la publicación del texto a partir de las condiciones que lo hicieron posible, y así evitar los anacronismos y las fantasías interpretativas; por otra, es preciso proponer un texto que sea a la vez respetuoso con lo que podamos saber de la voluntad del autor y que lo pueda leer un lector contemporáneo que no sea filólogo ni bibliógrafo. De ahí la gran distinción que se establece entre las ediciones críticas, que, cada vez más, podrán o deberán explotar los recursos de la hipertextualidad multimedia para publicar y comparar los múltiples estados de una misma obra, y las ediciones para leer, las cuales, sacando provecho del saber textual acumulado, presentan al lector un texto, y uno solo, como un objeto emparentado con el que propuso la obra a sus lectores antiguos: el libro impreso.
Esta doble exigencia define la posición original que adopta Francisco Rico en las polémicas, a menudo vehementes y eventualmente oscuras, que atraviesan la crítica literaria y la práctica editorial hoy en día. En su trabajo sólo tienen cabida la colación más escrupulosa y el conocimiento más completo de los diferentes estados textuales de una misma obra; lo que le permite decidirse entre varias lecciones, enmendar los errores manifiestos que han deturpado la obra y, a veces, restaurar un texto "traicionado" por todas la ediciones impresas -vale decir: recobrar una inspiración fundamental de los editores más innovadores del siglo XVIII-.
Entre el respeto absoluto hacia los textos tal y como fueron impresos y leídos en el pasado, con su incoherencia y anomalías, y la soberana autoridad del filólogo, más shakespeariano que Shakespeare, más cervantino que Cervantes, Rico propone una vía más pragmática. Ratifica, para el lector, el derecho a la legibilidad y, para el editor, una responsabilidad que rechace las soluciones arbitrarias y base todas sus opciones en la comprensión de las condiciones históricas que han regido en la composición, la publicación y la transmisión de los textos. Es en este sentido, pero sólo en éste, que el editor puede, como Pierre Ménard, ser a su vez autor del Quijote.
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