Zahorí
CONCEBIDOS ORIGINALMENTE, durante el último tercio del siglo XIX, como refugio ante el masivo desprecio social por el arte innovador de la sucesiva actualidad, los así ya entonces llamados museos de arte contemporáneo no han superado, cien años después de su creación, la crisis que, al parecer, acompaña su destino histórico y, por tanto, su identidad. Es cierto que si comparamos la situación del arte actual, desde el punto de vista sociológico y económico, con la que éste vivió entre aproximadamente 1850 y 1920, no puede darse un mayor cambio, pues hoy la posición de la actualidad artística se ha convertido en hegemónica en el mercado, en las instituciones y en los medios de comunicación de masas, entre otras cosas porque el público, tras las resistencias iniciales, se ha modernizado hasta transformarse en el principal agente activador de los cambios culturales y artísticos, hasta el punto de ser él el que exige a los artistas "renovarse o morir".
En cualquier caso, si, como resulta manifiesto, la creación artística contemporánea se ha impuesto finalmente de manera arrolladora, ¿por qué entonces afirmar que los museos y los centros que ahora la gestionan siguen en estado crítico? A diferencia de la crisis que alumbró su nacimiento, que no era otra que la protección institucional frente a una producción cultural invendida y, circunstancialmente, invencible, la actual crisis no está causada sólo por el avasallador éxito de esta mercancía, que hace inexplicable la omnipresente tutela institucional para un mercado floreciente, sino por la insuperable dificultad de encuadrar en el marco históricamente ordenado de un museo un objeto no identificado por ser en sí mismo inidentificable, ya que la obra de arte de nuestra época, por su naturaleza libertaria y anticanónica, no postula cambios de estilo, sino de la propia identidad. Con lo que, si no sabemos qué es lo que sucesivamente va a ser lo que llamamos arte, ¿de qué forma física o conceptual lo vamos a arropar y, aún menos, embutir en los muros de un museo? Por otra parte, si, durante algún tiempo, se mantuvo la expectativa de que el arte contemporáneo llegaría a constituir por sí mismo una tradición, contrastable, pero equivalente, a la del arte clásico del pasado, desde hace, por lo menos, un cuarto de siglo, cada vez se acepta menos la inserción de los nuevos productos ni siquiera en el contexto histórico del todavía muy reciente arte del siglo XX. De esta manera, dentro de los cometidos asignados convencionalmente a un museo, los de conservar, estudiar y exhibir lo acopiado en su colección, parece que sólo sobrevive el principio meramente exhibicionista, porque, dada la naturaleza aleatoria e imprevisible de lo que sucesivamente se llamará arte, tornará periódicamente obsoleta la colección reunida y los esfuerzos de investigación y análisis deberán centrarse en adivinar lo que viene y no lo que ha pasado.
Por último, conviene recordar que los museos públicos históricos sobre arte sufrieron dos amputaciones: en primer lugar, la que originó la creación de los museos arqueológicos, que coleccionaban objetos no por su belleza o calidad, sino por su antigüedad; en segundo lugar, la de los de arte contemporáneo, que han de determinar su contenido por su inescrutable actualidad cambiante; o sea: que, por el pasado o por el futuro igualmente extremos, los contornos de lo artístico se difuminan por las sendas en las que sólo camina a pie firme el antropólogo o el zahorí.
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